Jocelyn García

Los inadaptados

De nuevo, el mismo día, las mismas personas, la misma rutina. Despertar y sentir que todo era igual me daba ganas de hundirme en mi cama.
Me sentía perdida en mi propia vida. Encontraba consuelo en escuchar historias de vidas diferentes a la mía. Los problemas de los demás me parecían interesantes; con sabiduría, aconsejaba y la gente me escuchaba.
Yo en realidad no platicaba pues a pesar de estar llena de historias no existía espectador que las comprendiera

Rodeada de gente y desesperada por sentirme tan sola, el buzón repleto de invitaciones solo aumentaba el sentimiento mientras deambulaba.

Soy consciente de que no me gustaba lo común, y con común no me refiero a lo típico que a la gente le gusta decir;
De pequeña, iba al librero de mi abuelo y tomaba el libro más agrietado y viejo. Hacía preguntas extrañas sobre la vida y la evolución. Mi papá me hizo fanática de la ciencia ficción y lo improbable. Los cantos gregorianos me parecían música etérea; la astronomía me interesaba, la herbolaria llamaba mi atención, y el villanismo me atraía porque exponía la construcción del mundo tan desigual, donde solo unos pocos, tocados por Dios, se sentían realizados en la tierra.

¿Con quién convivía cuando todo eso me rondaba en la cabeza? Disfrutaba mi melancolía y gastaba el tiempo buscando respuestas en la incomprensión de mi ser. Del amor ni hablo; estaba tan decepcionada.
Era como subir el volumen a un radio que no se oía; me preguntaba dónde estaba la intensidad, por qué no lo sentía. ¿Acaso eso era ese sentimiento tan plano que yo asociaba con amor? ¿Era realmente amor? Me sentía desconsolada y decepcionada con la vida.

Entonces lo vi, como cuando un gato que no sabe que es un gato y ha convivido toda su vida con perros ve a su igual.
Ese reconocimiento ancestral llegó a mí como un viento que llega a desordenar todo.
Me fijé bien en sus movimientos, en su forma de hablar, y me di cuenta de que esos ojos nobles no encajaban con su mirada retorcida, y que la voz tranquila solo escondía palabras encriptadas.
Sentí alivio y me cayó bien al instante; se hizo mi amigo, y aunque una tensión sexual nos acechaba, la amistad iba acrecentándose. Era una persona de pocas palabras; no sabía si mi intuición iba por buen camino.

Una noche, con los sentidos desorientados, en un parpadeo, mi cuerpo se empezaba a fusionar con el suyo; eran los polos atrayéndose al mismo centro. Bastó una dosis para volverse dependiente de las sensaciones, cada vez más frecuentes, con más disposición, entregados a la locura del otro, a sus fantasías retorcidas, a hacer el papel que correspondía durante nuestra propia obra de teatro. Estábamos jugando con fuego, sabíamos, y a pesar de que la base en la composición de nuestros cuerpos era gasolina, no nos detuvimos.

El huracán y devastación que habíamos hecho en la vida del otro era ya irremediable; pasó todo tan rápido que cuando me di cuenta, estaba tomada del cuello, sometida por él, con su mano reclamándome como suya. Mi disposición y entrega eran suficientes para proclamarlo como mío también; el juego perdía cada vez más sentido para el mundo y tomaba más coherencia en nosotros, una lucha de poder acordada.

Dos locos habitando su mundo en libertad, en compañía de la única persona capaz de entender tan bien y tener la llave de cada cerradura para entrar cada vez más profundo a la corteza del otro.

Un consuelo y a la vez una amenaza pues un movimiento en falso implicaría no sólo la muerte del otro sino la propia.

Tanta compenetración se volvía peligrosa y a la vez una especie de milagro.

Entonces todo se salió de control; nos dimos cuenta de que algo más allá de la locura nos unía, y entonces ese muro que separaba nuestras voces terminó derrumbándose.
Las aguas de nuestro mismo movimiento tomaron calma para darle pie a la palabra, y entonces fue imposible detenerse. Me entendía y entendí que proveníamos del mismo sitio, huíamos del mismo lugar, buscábamos el mismo consuelo.

Al final, terminamos siendo él y yo contra el mundo, nuestro mundo.

Juntos sentíamos la mano de Dios sobre nosotros, al fin teníamos en nuestras manos una muestra de lo que era la vida
Un romance que podía durar toda la vida.

El anhelo siempre fue sentir esa vida todos los días

Other works by Jocelyn García...



Top