Gabriela Mistral

Cordillera

I
 
Este día ya no digas
mas, que me la sigo viendo
y se me van a quedar
en los ojos veinte cerros.
¡Es la Patrona Blanca
que da el temor y el denuedo!
 
—¿Por qué no se acuesta nunca
y no se baja? No entiendo.
Yo jugaría con ella,
con susto, pero riendo;
mas ella está encocorada
y nunca, nunca baja a vernos.
La grito por si responde
y apenas contesta el eco.
¿Y siempre va a estar así,
mama? ¿Por qué estás riendo?
 
—Porque a la vez, tú la quieres
y a la vez, le tienes miedo.
Dicen que el cordillerano
mamó leche de dos pechos,
el uno blando y florido,
el otro taimado y recio.
La madraza de ojos fijos
sólo les copiaba el gesto,
y el vendimiador contento
y el fatigado minero,
rostro dichoso tenían
contando en hijos sus cerros,
y yo bien me la tenía
en las veras y en los sueños.
 
—Mama, pero eso que no habla
¿cómo es que algo te decía?
 
—No eran palabras, con gestos
iba diciendo y diciendo...
 
—¡Qué cara pones, la mama,
y lloras y no es de miedo!
Y ahora a causa de ti
siempre voy a estarme viendo
lo mismo que tú, y a urdir
con ella veras y cuentos...
 
Aunque queremos la Ruta
varia, ardiente y novelera,
y al mar buscamos oír
el duro grito y la endecha,
pasa siempre que volvemos
el rostro a la Madre cierta.
Cuando decae la marcha
y la garganta jadea
y nos miramos, tú, Ciervo,
y yo, la apunta-senderos,
cae la vista rendida,
sin buscarlo, sin saberlo,
sobre aquella Dama Blanca
que mira y mira sin gestos,
y la divina y la fiel,
puro amor y seguimiento,
la mirada nos devuelve,
como amando y entendiendo.
 
—¿A ti te ha querido, a ti,
que me pones ese gesto?,
 
—Tal vez. Eso parece
un sí y un no al mismo tiempo.
 
 
II
 
Andando va con nosotros
como un sueño verdadero,
casi tocando el costado
la dueña de nuestros cuerpos,
como una sola alma fiel
y con semblantes diversos.
 
Mirando recta hacia el niño,
haciendo señas al Ciervo,
y cerrándoseme a mí
en un nudo que le entiendo,
mi cordillera camina
con sus carnes y sus huesos.
 
Centaura y costumbre nuestra,
divina bestia sin tiempo,
aupada por el Espíritu
y abajada por los miembros,
así, entre Dios y nosotros,
existe en Pillán de fuego.
 
Cada uno de nosotros
la va ignorando y sabiendo;
le va hablando con la marcha
y con el entendimiento,
punzados y enardecidos
de su llameante arponeo.
 
Sin abajarse nos cubre,
lúcidos vuelve a los ciegos,
y en el tumbo de la sangre
nos amartillea el pecho:
alto yunque que nos hace
medio Arcángel, medio Hefesto.
Y así nos labra y nos urge
al filo de piedra y hielo.
 
Enderezados los tres
o sin alzar nuestros cuellos,
lo mismo la habemos como
al Dios de tactos inmensos:
la desvariamos dormidos
y la sabemos despiertos.
 
Su vertical nos retiene
o nos suben sus faldeos
que los tres le repechamos
en Pasión o regodeo.
Nunca la alcanzamos, pero
en el soñar la tenemos.
 
Vamos unidos los tres
y es que juntos la entendemos
por el empellón de sangre
que va de los dos al Ciervo
y la lanzada de amor que
nos devuelve, entendiendo,
cuando los tres somos uno
por amor o por misterio.
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