La luna, solitaria, brillaba en la altura,
y el niño, en su ventana, la quiso alcanzar.
Sus manos temblorosas buscaban su blancura,
sus ojos, como espejos, querían preguntar.
“¿Por qué guardas silencio, luz fría y escondida?
¿Acaso allá en el cielo no hay risas ni canción?”
La luna, en su misterio, callaba adormecida,
cual reina prisionera de un vasto corazón.
El niño, en su inocencia, soñó con su fulgor,
creyó que las estrellas guardaban su destino,
y en sus pequeñas manos alzó todo su amor.
La noche se tornó un susurro cristalino,
la luna le miró, le envolvió en su esplendor,
y juntos se perdieron por el azul camino.