Oh, César, poeta del alma herida,
del grito oscuro que nunca cesa,
tú, labrador de angustias y esperanzas,
hombre enraizado en el barro de todos,
cantor de huesos rotos y de manos tristes.
Tus versos, piedras golpeadas y vivas,
nacieron de la entraña de la tierra,
de la pobreza de un mundo que gime,
de la llanura donde el hombre se inclina,
como si el dolor fuese su único hogar.
En cada palabra, un latido de sangre,
una lágrima infinita se derrama;
tus poemas son puños y son llantos,
son como esa lluvia que no cesa nunca,
y que moja al hombre en su profunda noche.
Desde Santiago hasta París tan lejos,
fuiste el huérfano, el rebelde, el exiliado,
y sin embargo, en tu voz encendiste
la llama del que ama y sufre, del que grita
por todos los que, en silencio, callan.
Tu “Trilce” es un río indómito y fuerte,
un alarido que rompe la palabra,
que desafía la forma y el sentido,
y se convierte en un eco eterno
de la extraña y amarga condición humana.
Vallejo, poeta de todos los hombres,
de los vivos, los muertos y los por nacer,
hoy tus versos resuenan más hondo que nunca,
y en este tiempo que se desmorona,
tu voz se alza como un viento rojo.
Que tu palabra nos guíe y nos redima,
que nos enseñe a sentir y a sufrir,
pues en tu dolor reconocemos el nuestro,
y en tu canto, la esperanza de ser
una humanidad más justa y más libre.
Oh, César, hermano, guía, testigo,
en tu sombra caminamos,
en tus versos habitamos,
y en tu alma hallamos la nuestra
como si fueras, en verdad,
el eco que no sabe morir.