Una noche,
una de esas noches negras, de profundo silencio,
en que la sombra parece pesar más que el aire
y el alma se llena de ecos del ayer,
te vi.
Estabas ahí,
como un destello apenas,
como un susurro escondido en las hojas.
Tus ojos,
abismos de lo que fue y ya no vuelve,
me miraron
con esa calma de quien sabe que nada queda.
La brisa se llevó tu voz,
pero en el aire se quedó suspendida tu esencia,
como si el tiempo se atreviera a detenerse,
como si el mundo,
en su vasta soledad,
fuera solo para nosotros.
Te hablé entonces,
pero mis palabras se quebraron,
se deshicieron como cenizas
en el viento impasible.
Y tú,
tú solo me mirabas,
como quien ya ha traspasado todos los umbrales,
como quien ve desde el otro lado.
Una noche,
de esas en que la ausencia pesa,
te vi.
Y al verte, supe:
había llegado la hora de los silencios eternos,
de las memorias inmortales.