La danza del viento
El viento corre libre, como si supiera secretos que no le pertenecen a nadie. Se desliza entre las ramas de los árboles, haciendo que sus hojas susurren cosas invisibles al oído de quienes no escuchan. Es una voz antigua, una melodía sin dueño que acaricia las copas del bosque y arrastra el polvo de caminos olvidados.
En su vaivén, levanta los recuerdos escondidos en los rincones del alma, esos que uno creía enterrados para siempre. Es capaz de traer de vuelta una risa lejana, el aroma de una mañana en la infancia, el eco de un nombre pronunciado entre sueños. El viento no tiene rostro, pero conoce todas las despedidas. Ha rozado la piel de los que se van y acompaña, en silencio, a los que se quedan.
A veces baila con la lluvia, enredándose en las gotas que caen como cristales rotos sobre la tierra sedienta. Otras veces se vuelve furioso, indomable, un aullido de descontento que sacude las ventanas y dobla las ramas más resistentes. Pero en su furia también hay belleza, como si en cada bramido estuviera el testimonio de que nada puede permanecer quieto, que la vida es movimiento constante, incluso cuando creemos estar detenidos.
El viento nos recuerda lo efímero, lo volátil, lo que somos cuando dejamos de aferrarnos. Somos brisa en cuerpos de carne, ráfagas pasajeras buscando el rumbo entre cielos abiertos. Tal vez, al final, no somos más que un soplo. Y en ese instante breve, en ese suspiro de existencia, radica toda nuestra eternidad.
