Era invierno, y la noche, silenciosa,
cubría con su manto las colinas;
en Belén, la ciudad de casas blancas,
los campos dormían bajo la brisa fría.
Un alcalde, cansado de sus días,
velaba en su despacho, taciturno,
cuando un golpe insistente en su puerta
lo sacó de sus pensamientos nocturnos.
—¿Quién llama?—dijo, con voz quebrada,
y al abrir, un hombre humilde vio en la entrada.
—Mi esposa está cansada y en cinta,
necesitamos refugio en esta jornada.
El alcalde miró al hombre en silencio,
y negó con un gesto casi impaciente:
—No hay sitio en la posada, buena gente,
buscad refugio lejos, más al poniente.
José, con un suspiro, dio la vuelta,
y junto a María, siguió su camino;
el frío los abrazó como sombra,
pero un pesebre cercano hallaron destino.
Y aquella noche, bajo un cielo de plata,
el Hijo de Dios nació en un portal.
Ni el alcalde supo la grandeza que ignoraba,
ni Belén despertó ante el milagro inmortal.
Pasaron los años, y en la memoria,
el hombre recordó aquella jornada;
su corazón se llenó de un peso extraño,
¿quién era aquel niño en la cuna improvisada?
El alcalde, en su vejez, comprendió tarde
que el amor había llamado a su puerta.
Y desde entonces, en su alma y en su calle,
vivió el arrepentimiento en su pena cierta.