El mar no era más que una sospecha,
una línea sucia al fondo de la calle
donde los perros aúllan sin razón.
La brisa llega con olor a guayaba podrida
y me recuerda a la casa de mi abuela,
cuando aún existía
y no era este montón de escombros
que se confunden con la arena.
Hoy vi a un hombre vender peces de cartón,
los llevaba en una cuerda como sueños ahorcados,
y pensé en escribirle una carta a nadie,
de esas que se pierden en la bruma
antes de llegar a sus ojos.
La ciudad bosteza bajo el sol sin piedad,
y en cada esquina hay un cuento sin terminar,
una mujer de labios partidos,
un niño que juega con un barco roto,
un viejo que espera sin saber qué espera.
A veces me siento como ese río
que no sabe si corre hacia el mar
o hacia sí mismo.
Y entonces me río,
porque al final,
todo es agua
y todo se olvida.