Como el viento agita las altas hierbas
así mis dedos vuelan sobre tu cabellera de diamantes,
y la noche de alcohol y los árboles de oro
encierran para siempre un sollozo de triunfo,
el ay de la alegría, el ah definitivo.
Como el aire de junio en la colina
mueve la dulce sombra de la nube,
así mi corazón se sacrifica
en el húmedo templo de tu pelo.
Nave sin dueño, sombra de ardorosa
violencia, ésta mi mano canta
bajo el murmullo alado de tu gloria.
Porque tienes la luz y la belleza
en el sereno estanque de tu rostro,
así el negro laurel es tu corona
y es mi fatiga y es
la sangre del insomnio.
Sólo cuando el pecado es la guirnalda
y la atadura, la cadena infinita
y el profundo latido; sólo cuando
la hora ha llegado, y tú,
joven de rosas y jazmines,
miras al horizonte del deseo
y dejas que el tesoro de seda y maravilla
sea la noche en mis manos,
sólo entonces, dorada,
todo me pertenece;
las hierbas agitadas y el viento
corriendo como el agua entre mis dedos:
agua de mi delirio, eterna fiebre,
espejismo y violencia, dura espina,
pedernal de la muerte, lento mármol,
millón de espigas negras.
Donde nace la idea,
donde tus pensamientos
—aves en dulce selva sometidas—,
donde mis labios buscan el milagro,
ahí estará mi fuerza.
Ahí estará el dolor de mi presencia:
al pie de tu dominio y tu pureza,
sin más aroma que el júbilo
y una medalla de aire,
palpitante, como el fuego
de una lágrima viva.
Crece la hierba, el río,
y el ala de la garza
es la mano de Dios que se despide.
Crece el amor en invisible grito
(quemante, activa espada),
y el corazón despierta
como herido de muerte.
Doblo la lenta hoja del silencio
y te apareces tú, página y perla,
con el cabello al viento
y una cierta sonrisa de alta luna.
Suave y veloz, como el aire de junio,
beso tu cabellera de diamantes,
el tesoro escondido de tu sueño,
y digo adión a la violencia
para gozar tu paz,
tu dulce, tu gloriosa geografía,
por siempre detenido,
por siempre enamorado.