Tres fueron los poemas titulados “Nocturno” del gran poeta nicaragüense Rubén Darío, en los que trata el tema del insomnio, tan del gusto de los románticos -recuérdese, por ejemplo, el mayestático “La noche de insomnio y el alba” de la poetisa cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda. Los dos primeros forman parte de Cantos de vida y esperanza” (Madrid, 1905), el más famoso de sus poemarios, tras Azul (Valparaíso, 1888) y Prosas profanas (Buenos Aires, 1896). El primero es una melancólica y amarga reflexión sobre las edades de su propia vida y, en general, sobre el dolor de vivir; comienza “Quiero expresar mi angustia en versos que abolida / dirán mi juventud de rosas y de ensueños…” y finaliza con dos versos sobrecogedores: “…pesadilla brutal de este dormir de llantos / ¡de la cual no hay más que Ella que nos despertará!”, siguiendo así la conocida imagen, tan frecuente en la poesía hispánica, de la vida como un sueño y la muerte como el despertar. Pero particularmente bello es el segundo “Nocturno”: “Los que auscultasteis el corazón de la noche, / los que por el insomnio tenaz habéis oído / el cerrar de una puerta, el resonar de un coche / lejano, un eco vano, un ligero ruïdo…”, magnífica muestra del mejor estilo poético de aquel maestro al que Valle-Inclán, Villaespesa y otros escritores españoles llamaron “El divino Rubén”.
Este “Nocturno” que ahora comentamos es el tercer poema de la parte IV, titulada “Lira abierta”, de El canto errante, cuarto y último poemario de Darío, publicado en Madrid en 1907 y bastante menos conocido del público lector que los anteriores. Es éste un libro proteico en el que el poeta vertió las inquietudes y melancolías de sus últimos años, en gran parte vividos en España, además de otros poemas de variada temática; algunos de ellos anteriores a la publicación de Prosas y de Cantos, como “A Colón” (1892), “Metempsícosis” y “Flirt” (ambos de 1893), “Esquela a Charles de Soussens” (1895) y “Desde La Pampa” (1898).
La amargura de Rubén se destila en la noche y atormenta su corazón, porque, sin duda, Nox et solitudo plenae sunt diavoli (“La noche y la soledad están llenas de diablos”), como reza la frase latina que el romántico francés Aloysius Bertrand (1809-1842) puso por lema de una de las estampas líricas de su Gaspard de la Nuit (1840). Estamos, pues, ya muy lejos de los “nocturnos” contemplativos de los poetas renacentistas, como la oda “Noche serena” de Fray Luis de León o los arrobados “cantos a la noche” de Francisco de la Torre (s. XVI).
Es doloroso este silencio de la alta noche en que un yo insomne, más que envuelto, encerrado entre tinieblas, se pregunta extrañado por qué su alma tiembla, mientras constata que oye el zumbido de su propia sangre que bate en su cráneo como una “suave tormenta”, que resulta ser un tormento para quien, como él en esta noche eternizada en su poema, no puede dormir; pero, no obstante, sueña y se sueña, aún más, se auto-disecciona, siendo sujeto y objeto, a un tiempo: “¡El auto-Hamlet!”, como él mismo dice.
Sin regularidad métrica y con la popular y dúctil rima asonante en -é/a, el poema posee el ritmo ondulatorio de la llama que flamea y del agua que se desliza cuesta abajo. Además, dos excelentes metáforas encadenadas se engarzan en el oro de este poema rubeniano: la noche es vino oscuro en que el insomne diluye su tristeza, vino contenido en la cristalina copa de las tinieblas, oscuramente transparentes. Y, como no podía ser de otra manera dada su inquietud, el desvelado se pregunta a qué hora llegará el alba. De manera semejante a lo que decía en el segundo “Nocturno” citado, también en esta otra noche ha oído que se ha cerrado una puerta, que ha pasado un transeúnte y que han dado en el reloj las tres de la mañana…
Pero tornemos brevemente la mirada atrás. En 1877, treinta años antes de la publicación de El canto errante, Eusebio Blasco (1844-1903), posromántico español hoy olvidado, pero de bastante notoriedad en su tiempo, publicó Soledades (1877), en donde aparece el poema “Son las tres…” (París, enero 1870). Aunque no pueda afirmarse que haya influjo ni imitación entre ambos poemas, es curioso observar ciertas concomitancias. En el de Blasco, que comienza con las palabras que le sirven de título, un yo amante pasa revista a la sala en donde espera recibir la visita de una mujer. Con un discurso auto-comunicativo y sincopado, asonantado agudo en los pares, el amante se muestra ansioso e inquieto, yendo de un lado a otro de la sala y atento al más mínimo ruido: “¡Qué lento pasa el tiempo! ¡Oh lluvia grata! / Coro de besos me parece oír. […] / Me late el corazón. ¿Será que llega…? / La seda oigo crujir…”, etc. No parece que, en el pronombre “ella” de la frase final del poema, aludiera Darío a ninguna mujer concreta, y aún menos que esperara una cita galante recién dadas las tres -no de la tarde, sino de la madrugada-; y, desde luego, en la estructura superficial del poema, todo apunta a que es la llegada del alba lo que el insomne espera; ahora bien, la palabra latina “alba” posee en nuestra lengua el mismo significado que “blanca” -de origen germánico- y, en la tradición poética hispánica, “la hora blanca” es, por antonomasia, la hora de la muerte.
Así pues, cabe preguntarse si, insomne e inquieto, en la oscuridad de la noche, pensando en sí mismo, autoanalizándose, ¿sentiría Rubén que la del alba, ya próxima, podría ser para él “la hora blanca” en que, como en su primer “Nocturno” citado, llegara Ella, la muerte, a despertarle del angustiado sueño de su vida?
Paz Díez Taboada - www.ciudadseva.com/textos/teoria/comenta/ha/nocturno.htm