Carmen Matute

El oriente

Para Susana y Rigoberto Juárez Paz
Una misma
insurrección morada,
una misma, persistente memoria
guardada por siglos en semillas,
abre los cálices
de los jóvenes guayacanes
que emergen
como por arte de magia
en las fauces de la montaña pelada.
Es el enigma
de un paisaje lunar
que ahora, momentáneamente,
me pertenece
con sus ocres y sienas
despiadados.
Es el camino a Oriente.
Llevo en los ojos
cactus taciturnos
venerablemente ancianos,
que ignoran lo que es arrodillarse.
Este camino,
que se alarga interminable
de cara al sol,
me traerá al mítico Motagua
que fluye plácido
sin revelar los turbios secretos
que sus aguas incesantes guardan.
Los mangos perezosos
mostrarán más tarde
su preñez,
sus redondeces verdes y amarillas,
inevitablemente grávidos
junto al upay
de corazón duro,
con sus ramas de noble madera
retorcidas.
Bajo el viejo cerezo
se congrega
la antigua voz de una maestra
para evocar la historia de Saturnino
—oriental de pura cepa—
que a balazos bajaba las estrellas,
mientras Adán asiente
con su beatífica sonrisa
y sus ojos ciegos.
Bajo la luz de la tarde
dormitan los almendros
y la voz –precisa como un espejo–
continúa desgranando historias
sobre gente sencilla pero altiva.
En la lenta noche silenciosa
nostálgica pensaré en los guayacanes
que continuarán –por siglos–
celebrando la vida
con su leyenda azul cobalto,
mientras yo seré
lágrima, silencio, olvido,
nada.

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