Entre las increíblemente precisas líneas imaginarias
(descubrimientos que, en su gran parte, debemos a Kepler),
se encontraba, casi a la palma de mi mano,
aunque estuviera a miles de kilómetros de distancia,
el cuarto creciente más asombroso que he visto.
Un espectáculo de luces universales, necesitando apagar la ciudad para ser testigos.
Sobre nuestra cabeza se encontraba el anillado gigante,
aquél al que adjudican a Faetonte, sinceramente no había notado su presencia,
al parecerse a cualquier otra mancha en el espacio a la que con
cariño denominamos estrellas,
adhiriéndose a la mayoría, con su anillo en vertical.
Detrás nuestro estaba otro gigante
(no comparado con Saturno, debido a que este lo supera por casi 10.000km de radio),
el brillante Fenonte, que también se camuflaba con la noche, aunque con poco detalle,
fue posible vislumbrar sus variadas tonalidades, desde el ocre hasta lo rojizo,
caracterizado por sus bandas blancas y otras franjas marrones,
diminuto entre la multitud.
Aunque lo que nos llamó esa noche fue la protagonista,
a la que agradecemos como faro y reguladora de las mareas,
la misma encargada de salvar al profesor Nemo y su tripulación;
también con la fama de amante, replicadora y hasta asesina.
Cubierta de mitos en su superficie. Nunca le presté tanta atención como aquella noche (eso que funciona como hobbie), conociendo a detalle sus mares
y el lugar de las alunizaciones, de la mano de tres Apolos,
ya que esa noche decidió ocultarnos los lugares a donde llegaron los otros tres.
Saliendo desde el este a una distancia de tan solo 384.400km y una velocidad impresionante, tanto así que se produjo una carrera entre el ojo y el satélite.
Horas enteras de escalas menores y una misma imágen natural,
un escenario vacío, y a la vez repleto, era ella la encargada de bajar el telón
y dar lugar a las palabras, que nunca aterrizaron al plano terrestre,
en un perfecto silencio murió la noche y en un estruendo amaneció nuevamente.