Portrait of Benedictus (Baruch) Spinoza, by Unknown artist
Jorge Luis Borges

Spinoza


       Por Eduardo Zeind Palafox

Los literatos y los místicos alemanes del siglo XVIII, se torturaban con abstracciones y con filosofías inútiles que no producían sino confusiones, mientras que los ingleses, siempre prácticos, avanzaban más rápido en los problemas de la vida. Ejemplo de ello, sus economistas. El poeta Goethe tenía plena consciencia de lo anterior y prefería, por ello, escribir poesías de ocasión, poesías que tuvieran utilidad, que nos sacaran de apuros y que no nos hicieran perder valiosas horas, como lo hacen los textos de Fichte o de Platten.

Goethe advertía, en la poesía de Schiller, un exceso de filosofía. La poesía, de por sí, es abstracta. La poesía, mezclada con la filosofía, se hace imposible de leer. Cada soneto que vemos nacer, es un mundo en sí mismo. Mientras que para Calderón de la Barca una flor era como un reloj con el cual medir el tiempo de la vida, para Sor Juana una flor era algo expuesto al viento y a los avatares del destino. Cada poema representa una filosofía.

Cuando un poeta como Jorge Luis Borges, que se caracterizaba por dominar el estilo clásico sin perder, por ello, la chispa de la fantasía, la sombra de lo misterioso o lo inexorable de lo fantástico, escribe sobre un filósofo en el que abundan las imágenes metafísicas, las ilusiones, las ficciones éticas y la potencia intelectual, nace éso a lo que llamo Filosofía de Bolsillo. Con esta filosofía podemos viajar y hasta podemos sacarla cuando nos haga falta, como cuando Thomas Mann sacaba sus tomitos de El Quijote para encontrar en La Novela el sosiego requerido, pues en ella está retratado el mundo.

El erudito Paul Valéry sostenía que los poetas superiores, como el mismo Borges, son aquéllos con la capacidad para captar o retratar, fuertemente y con sus palabras, lo que apenas entrevieron o percibieron con el espíritu. Resulta maravilloso el imaginar qué es lo que sucede cuando un poeta mayor, como el argentino, capta la filosofía del judío Spinoza para transformarla en un ser lleno de ritmo, es decir, apto para la memoria, como lo es un soneto.

Llevar en la memoria el soneto borgesiano llamado Spinoza, escrito por el amante del sajón, de Heine y de lo complejo, es como portar la filosofía de Spinoza en nuestro bolsillo. Pero esta filosofía no es apta para cualquier tipo de pantalón. Quien sueñe con ser el dueño de semejante arma, primero tendrá que desechar sus pertenencias de infante. Ideas de juguete, melosas imágenes, creencias de piedra o mugre intelectual, saldrán de los bolsillos para que

“Las traslúcidas manos del judío”

encuentren en dónde calentarse y refugiarse del duro trabajo del escritor que busca la verdad, el cual consiste en desanudar los complicados enigmas humanos y en deletrear, con paciencia, cada una de las ideas que nos llegan a desviar de nuestro destino, que es el de crear cosas bellas y sagradas.

Cuando Borges escribió “traslúcidas manos”, creo que estaba hablando sobre la necesidad de la búsqueda de la transparencia, de ciertas nociones aristocráticas y además, de algunos rasgos raciales. En el soneto, podemos darnos cuenta de que la condición de judío, en Spinoza, era digna de ser señalada para Borges. En la palabra “judío” hay una carga de electrones históricos, de neutrones intelectuales y de protones nacionalistas que forman el polvo del que estaba hecho nuestro escritor.

De este verso, como lo hacen los ingleses, podemos extraer tres magníficas y útiles ideas para nuestra vida diaria. La primera de ellas, es la idea de la honestidad que debe de demostrar todo intelectual. Un intelectual, es un hombre preocupado, en primer término, por dejar las cosas que piensa en claro. Y para dejar un pensamiento blanqueado, hace falta el ensuciarse las manos, pero sin que éstas dejen de ser “traslúcidas”. La segunda idea, es la de la historia. Los grandes acontecimientos que se le presentan a un pueblo, configuran su lenguaje, sus mitos y sus filosofías. La tercera idea implícita en este simple pero hermoso verso inicial, es la de la fijación del poeta por las manos de Spinoza. No se olvide jamás que es gracias a las manos que nuestra inteligencia tiene cabida en este mundo, pues son las que

“labran en la penumbra los cristales”

así como los espejos y los problemas que a veces nos impiden observar no únicamente la esencia, sino las ocurrencias de lo que existe. El hombre tiene que labrar su destino con las manos y con los materiales que le ha tocado recolectar durante su estancia en el planeta. La secta de los poetas, es un grupúsculo dedicado a la creación de estos materiales o instrumentos, con los que cada quien se abre paso en el laberinto del tiempo. Pero los poetas no saben quién será el que recoja sus enseñanzas.

Y a pesar de que los poetas escriban sin pensar en quiénes serán sus lectores, cada verso o cada poesía que engendran, encuentra su destino en la multitud de los hombres por una especie de “afinidad electiva”. Tenemos noticias de que hay versos románticos, acuñados para hombres de baja estirpe intelectual. Esta clase de lectores, se caracteriza por pregonar una seguridad que cruza la línea en la cual empieza la estulticia.

También existen los versos complicados, llenos de metáforas y de ideales. Estas poesías, están condenadas a pasar sus años en la memoria de los hombres brillantes, aunque estos hombres jamás superen la barrera de la contradicción. Y tenemos, en letras de oro, los versos clásicos, que tanto pueden significarlo todo como pueden no decirnos nada por su lejanía. Borges escribió, como Goethe, pensando en los griegos y en la gallardía de los romanos. Cuando leemos las poesías de Borges, sentimos el alma de Grecia cruzarnos el espíritu, mientras que al abandonar su lectura, sentimos que

“la tarde que muere es miedo y frío”

y que el fantasma de Catón nos ha dejado de hablar y que nuestra existencia ya no corre paralela a las vidas a las que dedicaron sus plumas personajes como Plutarco, Shakespeare o Cervantes. Los antiguos, y Borges también, poseían una magnífica capacidad para separar los sentimientos viriles del sentimentalismo. Cuando recito el soneto en silencio e imagino cómo, al atardecer los griegos, los romanos y hasta el mismo Napoleón, al que conocí por Stendhal, sentían que algo se les escapaba, no puedo evitar el evocar lo que dijo cierta vez Plutarco, al afirmar que “el arrepentimiento hace indecoroso lo más honestamente ejecutado”.

A sabiendas de esto, Borges le dio a Spinoza un atuendo antiguo para que pudiera enfrentar el miedo y el frío que produce el ignorar si mañana nos arrepentiremos de nuestros actos. Y es que este temor no puede ser aprehendido como lo hacemos con los demás asuntos humanos. Spinoza afirmaba, por ejemplo, que la ilusión del libre albedrío consiste en que ignoramos las causas por las cuales actuamos. El arrepentimiento, ésa regresión constante a un punto fijo, para usar la prosa de Freud, es como un lago congelado en el que todos se resbalan y en el que nadie quiere examinar la profundidad con la que cuenta ni los tipos de vida que ahí yacen. Sumergirse en el lago del arrepentimiento, es arriesgarse a morir congelado de miedo, pues tal vez, ahí adentro y como entre paréntesis,

“(Las tardes a las tardes son iguales)”

y todo se mantiene en un constante flujo de las mismas cosas e ignorancias, si nos es válido combinar las filosofías de Heráclito y de Nietzsche, que no nos resultarían tan contrarias en un mundo en el que

“Las manos y el espacio de jacinto”

pudieran ser entes percibidos por todos y bajo una misma filosofía o dialéctica, como Goethe, que sin saberlo fundía el mundo mineral con el mundo de la poesía y de los colores, produciendo, así, una especie de antesala para el cosmos en el que Borges viviría en el siglo XX. Este soneto, dedicado a uno de los filósofos más importantes en nuestro pensamiento europeo, plantea el problema de saber a quién le convendría más adueñárselo, si a los románticos, a los clásicos o a los científicos. Esta Filosofía de Bolsillo, también puede serle de utilidad al ignorante, al pobre o al artista, pues las gemas cosmológicas, económicas y estoicas que Borges urdió en su poesía, les convienen a estos tres especímenes humanos para salir adelante en un mundo en el que progresar se ha hecho casi imposible.

En un monólogo de La vida es sueño, se habla de reyes ignorantes, de pobres que medran y del arte de soñar, así como de un hombre, llamado Segismundo,

“que palidece en el confín del Ghetto”,

que sueña con otro estado de cosas sin llegar a comprender, del todo, la circunstancia que le envuelve, rindiéndose ante los hechos y ante el frenesí por no contar con una filosofía a la mano, actitud contraria a los consejos que daban los griegos. Cuando este soneto es utilizado por los pobres, éste pasa de ser una obra de arte a ser un simple paliativo o una herramienta. Y cuando el arte se hace útil, es decir, necesario, o mejor dicho, necio, empieza a relacionarse con el mundo y a perder su divinidad, a diluirse, a palidecer, como dicen los versos de Borges, “en el confín del Ghetto”.

Si la poesía es memorizada por la clase burguesa, también se desmerece, porque al ser el poema algo trascendental en medio del movimiento fabril o de un mundo en el que impera la preocupación por el desgaste, deja de ser contemplada o alimentada para ser repintada, y así, sus versos,

“casi no existen para el hombre quieto”

en su costumbre y en su agitada vida, en la que detenerse a contemplar una obra de arte, implica violentar el ambiente y tal vez, ser castigado. En cambio, cuando la poesía es memorizada por personas de valía y que han sido educadas bajo las ideas de Virgilio, de Ovidio, de Homero o de Aristóteles, la poesía es, además de enriquecida, colocada como un objeto ligero, alado y sagrado, según la sentencia platónica que nos explica el arte poético de los juglares. Este soneto, inspirado en la filosofía de Spinoza, es como un jacinto, como una pieza que hay que saber apreciar, portar y aprovechar para que su ser encuentre una plena realización, para que el hombre que le mire sienta

“que está soñando un claro laberinto”

y encuentre en él lo que Borges entendía al pensar en la palabra “origen” y sepa, a fuerza de una gramática fenoménica y luminosa, cómo afrontar las dificultades de la ciencia que es la vida. El mismo Borges jamás dejó de remitirse hasta sus orígenes cuando se veía acosado por problemas psicológicos o literarios. De aquí que en el soneto que hizo para el judío, encontremos ciertos dejos de un tono sajón y antiguo, de un tono similar al de un Adán inglés hablando y contemplando “la luna de las noches”, como dice un verso dedicado a Kodama.

Cuando recuerdo el Spinoza de Borges, también recuerdo la poesía con la que Huxley abre su Contrapunto, de Fulke Greville, poeta del XVI y que inicia con una queja de esta cepa:

“Tediosa es la condición de humano,
naces bajo una ley y
a otra te descubres ligado,
vanamente te engendran,
pero tienes prohibido el ser vano,
enfermo te han creado y veste compelido
a estar sano”

Me parece que, cuando el ciego admirador de Evaristo Carriego escribía, se sentía como Homero o como Milton, lleno de tedio, de confusión, pero destinado a grandes empresas. Como buen ciego, éste nos deja ver en su soneto varias referencias hacia la luz, hacia los espejismos del jacinto, hacia la penumbra, los cristales y los sueños, símbolos de una vida llena del alma. Y para que toda esta soledad no impidiera que el artista siguiera escribiendo, fue necesario que se le educara del mismo modo en el que Aristóteles educó a Alejandro, bajo los sólidos principios de la justicia, de la prudencia, de la fuerza, de la templanza, de la ciencia, de la inteligencia y de la sabiduría, pues sólo a esta clase de hombre

“No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas”.

Borges, como el “ilimitado nombre de Shakespeare”, como el viejo inglés Athelstan, como Spinoza o como el duro Walter Scott, fue un místico que racionalizaba los secretos de la literatura para darles una forma asequible. Es admirable cómo el poeta transforma a la fama, que no es sino la opinión pública dirigida hacia ciertas personas o lugares, en un simple reflejo, copia, clon o pintura de otro reflejo que también se está viendo reflejado en un rostro humano. Tenemos que la fama es un reflejo infinito, similar al “temeroso amor de las doncellas”, las cuales siempre están pensando en cómo su amado las imagina, costumbre que las termina confundiendo, en tanto que el poeta es un ser que está

“Libre de la metáfora y del mito”

y que

“labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquél que es todas sus estrellas”,

pues los poetas son como el Dios que imaginaba Mahoma, un ente “a prueba de contrarios”, según nos cuenta un verso de Cervantes, del cual se puede afirmar que tiene una visión perspicua del Todo, facsímil a la visión que tenía Lord Byron, una de las lecturas preferidas de los antepasados del realmente inglés, Jorge Luis Borges.

Referencias

Eduardo Zeind Palafox - http://www.deliberacion.org/2011/06/spinoza/


       Por Vicente Cervera Salinas

Si observamos la disposición versal en los extremos del poema, un detalle destaca claramente: la voz poética ha trazado el poema según el esquema geométrico de la simetría entre los versos inaugurales y los conclusivos; simetría que es explicitada en los versos 2 y 13, donde, además de ofrecer la clave temática del texto:

v.2 Labran en la penumbra los cristales.
v. 13 Labra un arduo cristal: el infinito.

expresa su materia recurriendo a los términos similares: la alusión al verso “labrar”, la reiteración del “cristal” e incluso un canon rítmico de endecasílabo (ambos son de tipo "enfático”), con lo cual se insinúa una estructura de “espejo” que será acentuada en la misma acción especular de los versos 1 y 14, donde el sentido inicial de la escritura (“Las traslúcidas manos del judío”) se revela en su concreción final: labra el “Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas”.

Pero, además, en este verso no sólo se concreta el objeto de escritura: la “Ética” de Spinoza, sino que, tomando la doctrina filosófica que en el verso queda impresa, en realidad se manifiesta que el contenido de dicha escritura incluye asimismo a su propio hacedor (metonímicamente presentado por el poeta en sus “manos”) y a su propia creación. De esta manera, el verso final no solamente remite al primero como modo estructural de simetría, sino que, en realidad, lo contiene como uno de sus “atributos”: “Las traslúcidas manos del judío” también pertenecen, pues, al “Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas”. La escritura se ha complicado sensiblemente, pero tan sólo con motivo del mismo “objeto poético” que el texto presenta. Una palabra descifra el artificio: el “infinito” del verso 13, sustantivo que alude tanto al poema en su resorte arquitectónico, como a la propia doctrina del “regressus in infinitum” spinozista:

“Toda cosa que es finita y tiene una existencia determinada, no puede existir y ser determinada a producir algún efecto, si no está determinada a existir y a producir este efecto por otra causa que es por su parte finita y tiene una existencia determinada; y a su vez, esta causa no puede tampoco existir y estar determinada a producir algún efecto, si no está determinada a existir y a producir ese efecto por otra que es también finita y tiene una existencia determinada, y así hasta lo infinito”.

El aparente juego verbal respalda realmente una “modalidad geométrica” de la razón que encuentra en el soneto la depuración artística y formal de sus postulados, pero sin renunciar a los designios del “logos”: el soneto “más geométrico”. La síntesis más precisa y su recreación literaria del pensamiento de Spinoza. En cuanto a Borges, él mismo confesó a Enrique Krauze su temprano conocimiento del filósofo. Por su parte, Umberto Eco señaló las analogías de ciertos procedimientos propios de los relatos policíacos de Borges, con los presupuestos racionales de Spinoza. Pero también cabe establecer la relación ciñéndonos al ámbito de la lírica: una lírica “de la idea formalizada”. Una lírica en que el pensamiento ha logrado alcanzar su expresión verbal definitiva, tras las primeras tentativas de la “trilogía bonaerense”. El poema que comento, en realidad no viene a ser sino una materialización artística del juicio que vertiera el también hebreo Heinrich Heine en torno a la magna creación ético-geométrica de Spinoza: “Leyendo a Spinoza nos embarga un sentimiento igual al que nos inspira el aspecto de la gran Naturaleza en su más vivo reposo: un bosque de ideas elevadas como el cielo, cuya cima ondulante se cubre de flores, en tanto que ellas darán en la tierra raíces eternas e inquebrantables”.

No obstante, el soneto de Borges no se limita a recuperar los elementos doctrinales de la obra del filósofo, sino que trata de integrar ese aspecto reflexivo con esa imagen “definitoria” del hombre que erigió un sistema. Para ello, la voz poética introduce al personaje en una situación determinada. El filósofo sólo aparece presentado en dos aspectos alusivos a su personalidad: las “manos” (elemento de creación) y su progenie judía (incorporación a un ámbito cultural). En el resto del poema, sólo nos es referido al estado de alma del escritor, a través de alusiones concretas en todas las estrofas:

La situación repetitiva del mundo circundante, la inexistencia del espacio externo, la vacuidad del amor y de la fama, el alejamiento voluntario de la “poesía” (como ficción: mito y metáfora) nos remiten nuevamente al más genuino idealismo: la vida de las ideas. Pero ese rigor intelectual exacerbado —el “amor Dei intellectualis” spinozista— se inscribe necesariamente en el tiempo (en su vida temporal) y de ese contraste surgen los enlaces opositivos del poema: las manos son “traslúcidas” (la luz las atraviesa) en virtud de la Luz espiritual que las anima, pero son presentadas “en la penumbra”, de modo que el cromatismo del poema se reduce a una oposición velada entre la luz y la oscuridad.

Del mismo modo, el motivo de la escritura se convierte en una curiosa actividad: “labrar un cristal”, hermosa metáfora que convierte el fenómeno literario en un oficio básicamente artesanal, pero que —paradójicamente— tiene como objeto un mineral que es símbolo “de limpidez y de pureza”. “El cristal” es metáfora del libro de Spinoza sólo en virtud de los componentes culturales que sancionan la identificación: el libro como expresión señera de la sentencia divina; el cristal como materia a través de la cual se filtra y manifiesta la sustancia luminosa. Pero ese “arduo cristal” del verso 13 introduce a su vez dos medios indirectos de presentación simbólica, cada uno de los cuales alude a un sentido básico del texto del filósofo. El verso 8 recurre al “laberinto”, como símbolo total de la construcción “geométrica” a la que alude el propio Spinoza, y en el 14 y último hallamos el símbolo —caro a Borges— del “mapa”, per esta vez no sólo como expresión parabólica de un retrato material del espíritu de un autor, sino, junto a ello, como “espejo” verbal del contenido doctrinario de tal obra: como síntesis lírica del panteísmo spinozista:

Labra un arduo cristal: el infinito
Mapa de Aquél que es todas Sus estrellas.
(Borges)
No puede darse ni ser concebida substancia alguna fuera de Dios.
Todo lo que es, es en Dios y nada puede existir ni se concebido sin Dios.
(Spinoza)

De esta manera, el poema responde —y reproduce— el mismo contenido filosófico (“más geométrico”) de la “Ética”, y para ello ningún modo estrófico más adecuado que el soneto. El soneto con sus simetrías, rimas varias, con su rigor tectónico y con sus combinaciones numéricas parece ser el mejor espacio textual para reflejar (y recrear) un pensamiento panteísta, en que la sentencia universal se manifiesta en infinitos atributos. El soneto también pertenece, por tanto, al “infinito mapa” como un punto mínimo de su región ilimitada, convirtiéndose, en virtud de sus peculiaridades “sentenciosas”, en el más perfecto reflejo discursivo de la modalidad argumentativa (racional y mística al tiempo) de que hiciera gala Spinoza. Por todo ello, no encontramos frente a un texto que hace coincidir estímulo y aspiración en el ámbito intelectivo de la “idea”. Mas no se trata de una “razón” en verso, sino de una creación artística que halla su forma de existencia en la nueva materia del pensamiento. El poeta, cual “alquimista” , atrae y, en cierto modo, galvaniza el texto filosófico en su poema:

(...) El hechicero insite y labra
A Dios con geometría delicada;
Desde su enfermedad, desde su nada,
Sigue erigiendo a Dios con la palabra.

Observamos, pues, en primer lugar la construcción geométrica del texto: dos cuadrados y dos triángulos, que trazan un círculo invisible (las “estrellas” creadas por las “manos”, y las “manos” como partes del “Mapa” infinito):

CUARTETOS
Autor => JUDÍO => FRÍO
Obra => CRISTALES => IGUALES
Autor => JACINTO => QUIETO
Obra => GHETTO => LABERINTO
TERCETOS
Vanidades => REFLEJO => ESPEJO => DONCELLAS
Doctrina => MITO => INFINITO => ESTRELLAS

Y, a continuación, apreciamos también la maestría en la disposición tectónica del discurso. En realidad, cada núcleo estrófico contiene una oración completa que lo configura y que evidencia una renuncia tácita: la de constreñirse escolarmente al molde versal endecasílabo, subordinando el contenido argumentativo al dictamen del verso independiente. Para salvar el escollo del verso “cerrado”, de la “esticomitia”, utiliza Borges una técnica depurada y nada ostentible, el recurso del encabalgamiento sucesivo, que agiliza sobremanera el posible rigor doctrinal del poema y lo dota de un ritmo ágil y personal que nos trae inmediatamente a la memoria el efecto de “melodía hablada” que describiera Hegel a propósito del soneto. Una presentación lineal de la creación completa ilustraría perfectamente esta cualidad (extensible, por cierto, como “modo de composición de sonetos” característico de Borges):

“Las manos y el espacio de jacinto
Que palidece en el confín del Ghetto
Casi no existen para el hombre quieto
Que está soñando un claro laberinto”.

Este rasgo estilístico del soneto borgesiano en su necesidad de completar la idea lírica a través de un cauce versal que no la entorpezca ni coarte, recurriendo a un encabalgamiento tan dilatado que apenas se advierte, es, en realidad, una perfecta aplicación de una de las “normas” que sancionara hace cuatro siglos Fernando de Herrera: la pretensión de desterrar la esclavitud de la oración al verso, afirmando “que ninguna falta se puede casi hallar en el soneto que terminar los versos de este modo, porque aunque sean compuestos de letras sonantes (...) parecen de muy humilde estilo y simplicidad (...); que yendo todo entero a acabarse en su fin, no cuando quiere alguno acompañar el estilo conforme con la celsitud y belleza del pensamiento procura desatar los versos, y muestra con este deslizamiento y partición cuanta grandeza tiene y hermosura en el sujeto, en las voces y en el estilo, porque lo hace levantado, compuesto y bellísimo en la forma (...) y lo aparta de la vulgaridad de los otros”. En el soneto de Borges, las cuatro oraciones “estróficas” cumplen, junto a ese relieve de "melodía hablada” que apunta veladamente a lo musical, un sentido de estructura muy marcado, ya que la argumentación fluye sin interrupciones (dada la alusión primera al personaje) hacia la expresión definitiva que se encierra en el verso final: el contenido panteísta de la “Ética” alcanza su revelación con el mismo cierre circular del poema.

Referencias

Vicente Cervera Salinas - Libro “La Poesía de Jorge Luis Borges: Historia de una Eternidad. Páginas 135 - 140"
Piaciuto o affrontato da...
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