I
En brazos de la inocencia
cruzando voy candoroso
ese crepúsculo hermoso
preludio de la existencia.
Del valle la flor galana
me da sus limpios colores;
el bosque sus ruiseñores,
y sus tintas la mañana:
y el astro consolador
que al mundo su luz envía,
me manda al nacer el día
la sonrisa del Señor.
Mi madre en dulce ansiedad
sencilla, pura y amante,
tras la bóveda gigante
me muestra la eternidad:
y escuchando su lección
lleno de dulce embeleso,
entre el murmullo de un beso
recibo su religión.
II
Ya llegó la juventud,
y el alma a sus resplandores
se duerme en otros amores
con dulcísima inquietud.
Mi adorada frenesí
en la esperanza se agita;
mundana gloria me grita
¡qué es el mundo para mí!
Y en mi ardiente corazón
que se consume anhelando,
gigante se va elevando
la hoguera de la ambición.
Cuanto miro, todo es mío;
la mar, la arboleda, el monte,
la nube y el horizonte
que se duerme en el vacío;
porque en su albor matinal
el alma ardiente ambiciona,
tener al sol por corona,
y al mundo por pedestal.
III
El sueño de mi ilusión
la realidad lo ha deshecho;
apenas hallo en el pecho
cenizas del corazón.
La mujer que tanto amé,
mató mi esperanza hermosa:
al pie de una misma losa
están mi madre, y mi fe;
tuve un hijo... y me olvidó;
la gloria mató mi encanto;
me arrojé en brazos del llanto
¡y hasta el llanto me dejó!...
Y corro sin ver jamás
el consuelo en lontananza;
porque sé que la esperanza
¡es una mentira más!
Toda ventura se aleja
por el árido desierto;
¡la humanidad es un muerto,
que en su sepulcro se queja!
IV
En la triste senectud
penetro con paso fijo,
en la mano el crucifijo
y a los pies el ataúd.
La fe me vuelve a alumbrar
en mi lóbrega carrera;
¡DIOS! murmura la pradera;
¡DIOS! el cielo; ¡DIOS! el mar.
Y de la esperanza en pos
corro al sepulcro llorando,
porque en él me está esperando
la sombra santa de Dios.
Del ánima dolorida
ya se acabó el desconsuelo;
sobre la tumba, está el cielo
que es más grande que la vida.