Gertrudis Gómez de Avellaneda

A la poesía

¡Oh tú, del alto cielo,
Precioso don al hombre concedido!
¡Tú, de mis penas íntimo consuelo,
De mis placeres manantial querido!
¡Alma del orbe, ardiente Poesía,
Dicta el acento de la lira mía!
 
Díctalo, sí; que enciende
Tu amor mi seno, y sin cesar ansío
La poderosa voz –que espacios hiende–
Para aclamar tu excelso poderío;
Y en la naturaleza augusta y bella
Buscar, seguir y señalar tu huella.
 
¡Mil veces desgraciado
Quien –al fulgor de tu hermosura ciego–
En su alma inerte y corazón helado
No abriga un rayo de tu dulce fuego!
Que es el mundo sin ti templo vacío,
Cielo sin claridad, cadáver frío.
 
Mas yo doquier te miro;
Doquier el alma, estremecida, siente
Tu influjo inspirador. El grave giro
De la pálida luna, el refulgente
Trono del sol, la tarde, la alborada...,
Todo me habla de ti con voz callada.
 
En cuanto ama y admira
Te halla mi mente. Si huracán violento
Zumba y levanta el mar, bramando ira;
Si con rumor responde soñoliento
Plácido arroyo al aura que suspira...,
Tú alargas para mí cada sonido
Y me explicas su místico sentido.
 
Al férvido verano,
A la apacible y dulce primavera,
Al grave otoño y al invierno cano
Me embellece tu mano lisonjera;
Que alcanzan, si los pintan tus colores,
Calor el hielo, eternidad las flores.
 
¿Qué a tu dominio inmenso
No sujetó el Señor? En cuanto existe
Hallar tu ley y tus misterios pienso;
El universo tu ropaje viste,
Y en su conjunto armónico demuestra
Que tú guiaste la hacedora diestra.
 
¡Hablas! ¡Todo renace!
Tu creadora voz los yermos puebla:
Espacios no hay que tu poder no enlace
Y, rasgando del tiempo la tiniebla,
De lo pasado al descubrir ruinas,
Con tu mágica voz las iluminas.
 
Por tu acento apremiados,
Levántanse del fondo del olvido,
Ante tu tribunal, siglos pasados;
Y el fallo, que pronuncias –transmitido
Por una y otra edad en rasgos de oro–
Eterniza su gloria o su desdoro.
 
Tu genio independiente
Rompe las sombras del error grosero;
La verdad preconiza; de su frente
Vela con flores el rigor severo,
Dándole al pueblo, en bellas creaciones,
De saber y virtud santas lecciones.
 
Tu espíritu sublime
Ennoblece la lid; tu épica trompa
Brillo eternal en el laurel imprime;
Al triunfo presta inusitada pompa;
Y los ilustres hechos que proclama
Fatiga son del eco de la fama.
 
Mas si entre gayas flores
A la beldad consagras tus acentos;
Si retratas los tímidos amores;
Si enalteces sus rápidos contentos,
A despecho del tiempo, en tus anales
Beldad, placer y amor son inmortales.
 
Así en el mundo suenan
Del amante Petrarca los gemidos,
Los siglos con su canto se enajenan;
Y unos tras otros –de su amor movidos–
Van de Valclusa a demandar al aura
El dulce nombre del cantor de Laura.
 
¡Oh! No orgullosa aspiro
A conquistar el lauro refulgente,
Que humilde acato y entusiasta admiro
De tan gran vate la inspirada frente;
Ni ambicionan mis labios juveniles
El clarín sacro del cantor de Aquiles.
 
No tan ilustres huellas
Seguir es dado a mi insegura planta...
Mas –abrasada al fuego que destellas–,
¡Oh, ingenio bienhechor!, a tu ara santa
Mi pobre ofrenda estremecida elevo,
Y una sonrisa a demandar me atrevo.
 
Cuando las frescas galas
De mi lozana juventud se lleve
El veloz tiempo en sus potentes alas,
Y huyan mis dichas como el humo leve,
Serás aún mi sueño lisonjero,
Y veré hermoso tu favor primero.
 
Dame que pueda entonces,
¡Virgen de paz, sublime poesía!,
No transmitir ni en mármoles ni en bronces
Con rasgos tuyos la memoria mía;
Sólo arrullar, cantando mis pesares
A la sombra feliz de tus altares.
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