Debajo del poema
—laborioso mecánico—,
apretaba las tuercas a un epíteto.
Luego engrasó un adverbio,
dejó la rima a punto,
afinó el ritmo
y pintó de amarillo el artefacto.
Al fin lo puso en marcha, y funcionaba.
—No lo toques ya más,
se dijo.
Pero
no pudo remediarlo:
volvió a empezar,
rompió los octosílabos,
los juntó todos,
cambio por sinestesias las metáforas,
aceleró...
mas nada sucedía.
Soltó un tropo,
dejó todas las piezas
en una lata malva,
y se marchó,
cansado de su nombre.