Onelio Jorge Cardoso

Taita, diga usted cómo

     El padre y él—él dos palmos más bajo de la cintura del padre—llegaron hasta la cerca. El viejo se metió por el portillo de la piña y estaca en mano se fue sobre el potro.
     —¡Condenáo, arriba de la potranquita del vecino!
      Buscando mejor pasto pudo ser que la yegüita nueva saltara al cuartón del macho. Encima se le vino el animal con los ollares redondos y rojos. Allá lejos, a la espalda de la manigua, retumbó su relincho.
      Apareado a las bestias el viejo gritó y amenazó con la estaca, pero el animal retrocediendo unos pasos se irguió sobre sus remos traseros y cayó sobre el lomo de la hembra que coceaba inútilmente.
     —¡Condenáo, entoabía la carga!
      El muchacho, que se había asomado a la boca del portillo, se acomodó para mirarlo todo.
     —¡Mal rayo te parta!
      Y la estaca resonó en las costillas. Empero, la bestia persistía con el cuello curvo, nervudo y brillante, echando los dientes a la cruz de la yegüita estremecida.
      Entonces el viejo gritó pegando en firme sobre la cabeza del animal:
     —¡Sálete, puñetero!
      Quedó en el aire sobre sus patas traseras, pero ya en el minuto de la eyaculación el pisajo echó sobre la tierra su cálida simiente.
      El pequeño la vió brillar un instante sobre el espeso campo verde. Ahora el padre venía voceando la yegua hasta el camino y el muchacho se hizo a un lado del portillo dejándole el paso libre a la bestia. Le vio sobre el lomo muy cerca de la cruz, dos heridas que le arrugaron la piel. Cuando el sol empezó a meterse detrás de la manigua Nando y el viejo encarrilaron el trillo.
      Alto, oteando a un lado y otro, mirando este poste o aquel alambre caído marchaba el padre. Pequeño, vuelto a sí mismo, le seguía el muchacho. Estaba realmente preocupado. A veces miraba al viejo desde los duros zapatos hasta la nuca y cogía aire como el que va a decir alguna cosa. Mas, quedaba en silencio y movía de uno a otro lado la cabeza. A tiempo que andaba sacó medio cuerpo del trillo y agarró una rama seca; el viejo tropezó con algo y Nando fué a caer sobre sus piernas. Se levantó ligero y oyó la voz grave del padre:
     —¿Te diste golpe?
     —No, Taita, toy bien.
      Esto le dió valor, sonrió, se llenó los pulmones de aire y dijo:
     —Taita, ¿qué le pasa al potro ese?
     —Tá loco, hijo.
     —¿Y por eso muerde y patea?
     —Asina.
      ¿Loco? Más de una vez oyó Nando de labios vecinos la repetida historia de Lisandro, el capataz loco que macheteó las cuatro cabezas de sus jornaleros.
     —¿Entonces a Lisandro le pasó lo mismo, Taita?
     —Pue que sea—rezongó el viejo.
      Anduvieron veinte cordeles más sin hablar. Nando no soltaba la rama seca y pegaba sin mirar adonde.
     —Diga, ¿polqué se güelve uno loco?
     —¡Yo qué sé, muchacho! Tá güeno e palabrear ya—contestó mirando de media cara a tiempo que andaba. El niño alcanzó a verle un solo ojo, pero le bastó. Cuando el viejo ponía esa cara no andaba con ganas de conversar. Desde luego, las cosas no le habían salido bien aquella mañana. Primero halló dos reses metidas en los maizales, luego anduvo largo rato con las manos en la cintura contemplando la tabla de arroz reseca por la falta de lluvia, y ahora ese maldito animal.
      Nando probó hablar de otra cosa:
     —Taita el macho se echó ayer. Ya no se puede levantar.
     —Lo sé—cortó el viejo, y no se oyeron más que los pasos de ambos.
      A uno y otro lado pasaban matojos de guayabos y ya el sol se estaba desvaneciendo cuando sacó la vista de su pedazo de trillo y miró, allá como tres cordeles, correr la gallina y detrás el gallo con la cabeza tendida hacia adelante y las plumas del cuello erizadas.
     —¡Taita, ¡mire eso, corra, que ese gallo tá loco!
      El viejo se paró en firme:?¡Ta güeno de hablar basura, muchacho!
      Pero él quería atajar la locura del gallo y cogiendo con fuerza el pantalón del padre, repuso:
     —¡Mire, no ve que ya tá riba!?¡Carijo! ¡No me hable insolencia!—y de un manotazo lo sentó en el trillo.

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