Yo fui Gail Hightower,
pastor y alucinado,
para todos los hombres un maldito
y para Dios ¡quién sabe!
Mi vida no fue amor, ni piedad, ni esperanza.
Fue tan sólo la dádiva salvaje que alimentó el reinado de un fantasma.
Todos mis sacrilegios, todos mis infortunios,
no fueron más que el precio de una misma ventana en cada atardecer.
¿Qué aguardaba allí el réprobo? ¿Qué paz lo remunera?
Un zumbido de insectos fermentando en la luz como un fruto,
la armonía de un coro sostenido por la expiación y la violencia,
y después el estruendo de una caballería que alcanza entre los tiempos ese único instante en que el cielo y la tierra se abismaron como por un relámpago;
esa gloria fulmínea que arde entre el estampido de una bala y el trueno de un galope.
Aquella fue la muerte de mi abuelo.
Aquél es el momento en que yo,
Gail Hightower veinte años antes de mi nacimiento,
soy todo lo que fui:
un ciego remolino que alienta para siempre en la aridez de aquella polvareda.
¿Qué perdón, qué condena,
alumbrarán el paso de una sombra?