Miguel Arteche

La ascensión

El viento arrastra al mar las arenas y escapa.
Fue en el verano viejo. Las raíces y el sueño
cubrieron ya los cuerpos enterrados. Entonces
 
vino otra vez el viento. Luego fue la partida.
Los imperiales fuegos devoraban terrones,
arañaban las bocas troqueladas en tiempo.
 
La invencible mañana: las fuentes del estío:
la vastedad de piedra dilatada: el silencio
de la tierra: y el júbilo de aquella madrugada.
 
El aire nos talaba y adelantó las ruedas.
En ti nos recogimos, rayo extenso del águila
sentada en el extremo del mundo. Tren pequeño:
 
el continente entero respiraba en tu espalda.
Entonces nos llevaste. De dos en dos subimos.
Te mirabas. Reías. Cantó el verano. Nadie.
 
Atrás dejamos todo, y lo perdimos todo:
la pesadez del ojo bajo el azul caliente
de la mañana; el húmedo restallar de los labios;
 
tus cabellos tejidos; el anillo de llamas
mordido en la cintura; los días, esas manos
sobre amarillos ramos; esas voces sumidas
 
por la grandiosa roca del año.
.............................................Así viajamos.
El mediodía estaba desprendido en la altura.
Y subimos. ¡Y el viento! ¡El granito! ¡El silencio
 
del aire! Nosotros cuatro juntos.
Y ya no somos. Fuimos. ¿Y serenos, recuerdas?
Todavía en la sombra brilla alguna mirada
 
fosforescente, vuelve todavía el pasado.
Lo terrible no es eso. Cuando se cumple el tiempo
de los viejos, y un niño renace de esa muerte,
 
y está todo en el término que fuera señalado:
sólo hay un hueco, un hijo de la tierra, una cifra
para este mundo seco. Pero nosotros, ¿dónde
 
cumpliremos los meses que olvidamos un día?
Hace falta ser viejo para entrar en la muerte,
y entonces sólo había cuatro rostros perdidos.
 
Y ascendimos. ¡La brisa! ¡El escollo! ¡El silencio
terrible de la noche combada en pétreo filo!
Y subimos. Y estaba toda la gran altura
 
quemándose en la curva del espacio. Buscamos
toda esa noche el río. Y cuando estuvo cerca:
nos miramos los rostros sin encontrar los ojos;
 
nos vimos separados por una luz extraña.
No hay regreso; hay partida de regreso: hay lugares
para ver el pasado —en la fotografía
 
amarilla, en la lluvia del adiós, en el cuerpo
besado—: y hay momentos para tomar las llaves
y arrojarlas al vado tenebroso, al bramido
 
de la ola y el trueno. Pero el tiempo más duro
es el que nos impide seguir en el camino.
Entonces nos cantaron las voces sigilosas,
 
nos vimos separados por esa luz extraña.
Y era un frío, ¿no es cierto?, y era un torrente helado,
mi amor, ¿ya no recuerdas?, ¿no es verdad que temblaste
 
bajo la inmensa tela de tinieblas? Y el río
sonaba en su pequeño pulso de agua escondida.
Temblando sumergimos los cuerpos largamente
 
desnudos, solitarios. Pensé en la casa entonces:
pensé en el viaje muerto y en el muerto que fuimos:
recordé la partida del barco: el golpe
 
de Castilla y el polvo
de España dividido por los antepasados.
Volví a escuchar sonidos de mis pasos: estaban
 
las cartas que fluían sobre el hueco del tiempo.
Ya no soy y eso he sido. Nuestras vidas: perdidas.
Pero algo enseña siempre la carrera del año.
 
Ninguno de nosotros podrá ser lo que ha sido.
A lo más tendrá ausencia, si es que puede pensarla
cuando llegue la tarde con la vejez de silla.
 
Todo será palabra referida a palabra:
miedo, rabia en la tarde, temor del viejo que oye
llegar la tarde: sombra, locura que aparenta
 
indiferencia: frío del polvo justiciero.
¿Y estaremos entonces para decir lo escrito?
¿Qué ha sido de nosotros? Tantos idos por siempre,...
 
ignorados los nombres..., las manos... y los ojos.
Sin ser, sin estar siendo, a pesar de que fuimos.
Sumergirnos temblando los cuerpos y esperamos
 
siete días al borde de la corriente: cartas
llegaron. Luego: alguna. Luego: la carta noche.
El puente estaba roto: la marca derrumbada
 
del granito pesaba sobre nuestras espaldas.
No podemos volvernos. Tal vez ya no podemos
volvernos. No pudimos volvernos. ¿Y a qué altura
 
sacamos nuestros panes y extendimos las mantas?:
“Es la hora del hambre, pues suenan ya los timbres
del hambre. Y dime entonces: ¿Ya ha llegado? ¿No es cierto?
 
Y dime —no te vayas—, ¿es que sabes la hora
en esta altura donde los relojes se paran?”
La fuerza de la luna sujetaba los ojos:
 
el gran rostro magnético del espacio: la estrella
oteando, traidora, los cuerpos ensañados:
el aliento de escarcha de las piedras inmóviles:
 
la quietud espantosa de estar algo aguardando:
y azul, azul profundo: profundo azul oscuro
más profundo: insondable: y negro azul y negro
 
volviéndose infinito: y la luna más negra
y el espacio y la estrella negreándose, negreándose.
Y vino el frío oscuro... Pero en la noche oímos
 
respirar suavemente. Una, dos, tres estrellas
brillaron en el pecho del sur... voces ignotas
gritaron nuestros nombres... Levantamos los rostros.
 
El agua estaba cerca. Subió la luz de nuevo
cantando: jubilosa entró en nuestras pupilas,
y cuando nos llamaron, entramos en las aguas
 
de fuego y esperanza. Sobre la madrugada
creció el Arbol inmenso. Y encima de sus ramas
temblando vimos toda la eternidad del mundo.
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