Renací aquel día soleado, no era verano ni primavera. Era quizá una mañana fatigada de vestigios agridulces que alcanzaban a corroer mis inevitables intentos de batallar una guerra inventada.
O era tal vez invierno, no lo sé.
Pues las nubes se habían marchado al instante en el que todo parecía ir cuesta abajo.
Y con el sigilo que caracteriza a todo aquello que llega a hacer de lo lucido un espejismo, llegaste tú como una epifanía completamente corpórea, y ahí estaba yo utilizando un adjetivo diferente a tu nombre, y tú siendo el inicio de una tormenta no presagiada en mi conminado silencio.
Nunca he podido encontrar palabras en las cuales se redima tu forma de ser, eres muchas cosas que lenguaje humano no alcanza a prever, es por esto que encuentro plausible diferir con todo aquello que trate de limitarte.
Pues encarnas la esfinge enigmática llena de benevolencia, esa dualidad pletórica casi inmutable e incólume, me desarraiga del convencionalismo estúpido de invadir al ser para pretenderlo como posesión, carente de querer y lleno de intereses individuales que suplen necesidades del semejante y proyectan atosigadas expectativas, tan vacuas como el ser mismo que vocifera amar cuando sólo posee.
Es toda esta cosmogonía de absurdas derrotas y de legados costumbristas que provisionan una realidad saciada de cariños superfluos.
Y me permito fluir entre minucias de lo que conozco de ti para decirte que te quiero. y así es como he de recordarlo siempre.
Como el latido precipitado que irrumpe en mi pecho cada vez que sonríes.
Como la sutil sonrisa que se posa en mis labios cada vez que recuerdo que tu existencia hace presencia en la mía.