No hay peor ciego que aquel que no quiere ver.
Alimentado por la vana,
falsa,
irracional,
inútil,
y dañina esperanza;
leña que alimenta el fuego
del dolor cotidiano,
de la mañana,
de la tarde,
de la noche,
de toda hora,
de todo momento y lugar,
el dolor familiar.
Fuego alimentado por falsas señales –errores de interpretación–
Alimentado a fuerza de ilusiones y ganas que
la realidad fuera más benévola –el deseo–
Y que por un instante maldito y fugaz, se cree posible,
por lo que genera una felicidad pueril –alimentada de inocencia–;
justo ahí, se firma la perdición.
Se comienza entonces a construir la entrada al calvario,
al abismo, al limbo –como alma en pena–
al infierno mismo;
abrazado solo por las llamas del dolor.
En la boca, el sabor de la amargura y de la inaceptada derrota,
cuya testarudez,
toma los jirones de la herida –el corazón–
los hace añicos,
los esparce
y a golpes aprende la lección,
demasiado tarde.
Este es el destino del amor que nace muerto:
convertir al corazón en tumba
“...sin tener principio llega a su final”
“ que ya lo entendí
que no eres para mi”