Azul... azul... azul estaba el cielo.
El hálito quemaste del estío
comenzaba a dorar el terciopelo
del prado, en donde se remansa el río.
A lo lejos, el humo de un bohío,
tal de una novia el intocado velo,
se alza hasta perderse en el vacío
con un ondulante y silencioso vuelo.
De pronto me dijiste: —El amor mío
es puro y blando, así como ese río
que rueda allá sobre el lejano suelo—
y me miraste al terminar, tranquila,
con el alma asomada a tu pupila.
Y estaba azul tu alma como el cielo.