Juan Meléndez Valdés

Romance la tarde

Ya el Héspero delicioso
entre nubes agradables,
cual precursor de la noche,
por el Occidente sale,
 
do con su fúlgido brillo
deshaciendo mil celajes,
a los ojos se presenta
cual un hermoso diamante.
 
Las sombras que le acompañan
se apoderan de los valles,
y sobre la mustia hierba
su fresco rocío esparcen.
 
Su corona alzan las flores;
y de un aroma süave,
despidiéndose del día,
embalsaman todo el aire.
 
El sol afanado vuela,
y sus rayos celestiales
contemplar tibios permiten,
al morir, su augusta imagen,
 
símil a un globo de fuego
que en vivas centellas arde,
y en la bóveda parece
del firmamento enclavarse.
 
Él de su altísima cumbre
veloz se despeña, y cae
del Océano en las aguas,
que a recibirlo se abren.
 
¡Oh! ¡qué visos! ¡qué colores!,
¡qué ráfagas tan brillantes
mis ojos embebecidos
registran de todas partes!
 
Mis sutiles nubecillas
cercan su trono, y mudables,
el cárdeno cielo pintan
con sus graciosos cambiantes.
 
Los reverberan las aguas,
y parece que retrae
indeciso el sol los pasos,
y en mirarlos se complace.
 
Luego vuelve, huye y se esconde,
y deja en poder la tarde
del Héspero, que en los cielos
alza su pardo estandarte,
 
como un cendal delicado,
que en su ámbito inmensurable,
en un momento extendido,
súbito al suelo se abate,
 
a que en tan rápida fuga
su vislumbre centellante,
envuelto en débiles nieblas,
ya sin pábulo desmaye.
 
Del nido al caliente abrigo
vuelan al punto las aves,
cuál al seno de una peña,
cuál a lo hojoso de un sauce;
 
y a sus guaridas los rudos
selváticos animales,
temblando al sentir la noche,
se precipitan cobardes.
 
Suelta el arador sus bueyes,
y entre sencillos afanes,
para el redil los ganados
volviendo van los zagales;
 
suena un confuso balido,
gimiendo que los separen
del dulce pasto, y las crías
corren, llamando a sus madres.
 
Lejos las chozas humean,
y los montes más distantes
con las sombras se confunden,
que sus altas cimas hacen.
 
De ellas a la excelsa esfera
grupándose desiguales
estas sombras en un velo
a la vista impenetrable,
 
el universo parece
que, de su acción incesante
cansado, el reposo anhela,
y al sueño va a abandonarse.
 
Todo es paz, silencio todo,
todo en estas soledades
me conmueve, y hace dulce
la memoria de mis males.
 
El verde oscuro del prado,
la niebla que undosa a alzarse
empieza del hondo río,
los árboles de su margen,
 
su deleitosa frescura,
los vientecillos que baten
entre las flores las alas,
y sus esencias me traen,
 
me enajenan y me olvidan
de las odiosas ciudades
y de sus tristes jardines,
hijos míseros del arte.
 
Liberal naturaleza,
porque mi pecho se sacie,
me brinda con mil placeres
en su copa inagotable.
 
Yo me abandono a su impulso;
dudosos los pies no saben
dó se vuelven, dó caminan,
dó se apresuran, dó paren.
 
Cruzo la tendida vega
con inquietud anhelante
por si en la fatiga logro
que mi espíritu se calme;
 
mis pasos se precipitan;
mas nada en mi alivio vale,
que aun gigantescas las sombras
me siguen para aterrarle.
 
Trepo, huyéndolas, la cima,
y al ver sus riscos salvajes,
«¡Ay!», exclamo, «¡quién, cual ellos,
insensible se tornase!»
 
Bajo del collado al río,
y entre sus lóbregas calles
de altos árboles, el pecho
más pavoroso me late.
 
Miro las tajadas rocas,
que amenazan desplomarse
sobre mí, tornar oscuros
sus cristalinos raudales.
 
Llénanme de horror sus sombras,
y el ronco fragoso embate
de las aguas, más profundo
hace este horror, y más grave.
 
Así, azorado y medroso,
al cielo empiezo a quejarme
de mis amargas desdichas
y a lanzar dolientes ayes,
 
mientras de la luz dudosa
expira el último instante,
y el manto la noche tiende
que el crepúsculo deshace.
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