No, no son llamas en el cristal, qué absurdo,
ni humo lo que entra por las rendijas de la puerta,
no, son las luces, las luces de las barcas y del puerto,
el humo de un cigarrillo, aquella noche
de principios de verano, en la Riviera.
Bailaba y bailaba para mí sola, para todos, para nadie, con
aquel oficial francés –recuerdo su blanco uniforme–
mientras Scott gritaba y maldecía, me insultaba,
mirando fijamente una botella. Pobre Scott, dónde estará ahora.
No, cierto que no son llamas abrasando estil puerta cerrada
y esos cristales rojos que saltan al vacío,
son las luces, los farolillos de aquella fiesta,
y las copas rompiéndose entre carcajadas
cuando la pequeña orquesta tocaba «Coge una estrella para mí».
Claro que no son llamas, son bengalas iluminando el cielo,
aquel jardín, el baile y luego nuestros cuerpos
desnudos en el mar, el roce del agua fría
y Scott nadando a mi lado, besándonos entre las olas.
Pobre Scott, dónde estará ahora. Tal vez haya muerto,
—mejor para él—así no podrá leer, mañana o pasado, en los periódicos,
los siniestros informes sobre un cadáver carbonizado.