José María Gabriel y Galán

Las repúblicas

I
 
He admirado el hormiguero
cuando henchían su granero
las innúmeras hormigas.
He observado su tarea
bajo el fuego que caldea
la estación de las espigas.
 
Esquivando cien alturas
y salvando cien honduras,
las conduce hasta las eras
un sendero largo y hondo
que labraron desde el fondo
de las lóbregas paneras.
 
Y en hileras numerosas
paralelas, tortuosas,
van y vienen las hormigas...
La vereda es dura y larga,
pesadísima la carga
y axfisiantes las fatigas;
 
mas la activa muchedumbre
sobre el hálito de lumbre
que la tierra reverbera,
senda arriba y senda abajo,
se embriaga en el trabajo
que le colma la panera.
 
Son comunes los quehaceres,
son iguales los deberes,
los derechos son iguales,
armoniosa la energía,
generosa la porfía,
los amores fraternales.
 
Si rendida alguna obrera
por avara no subiera
con la carga la alta loma,
la hermanita más cercana,
con amor de buena hermana,
la mitad del peso toma.
 
Nadie huelga ni vocea,
nadie injuria ni guerrea,
nadie manda ni obedece,
nadie asalta el gran tesoro,
nadie encienta el grano de oro
que al tesoro pertenece...
 
He observado el hervidero
del innúmero hormiguero
en sus horas de fatigas...
Si en los ocios invernales
sus costumbres son iguales
¡son muy sabias las hormigas!
 
II
 
He observado la colmena
al mediar una serena
tarde plácida de mayo.
La volante, la sonora
muchedumbre zumbadora
laboraba sin desmayo.
 
¡Qué magnífica opulencia
la de aquella florescencia
de los campos amarillos!
Madreselvas y rosales,
abavanzos y zarzales,
mejoranas y tomillos...
 
Todo vivo, todo hermoso,
todo ardiente y oloroso,
todo abierto y fecundado:
los perales del plantío,
los cantuesos del baldío,
las campánulas del prado...
 
Y en corolas hechiceras,
y en pletóricas anteras,
y en estilos diminutos,
y en finísimos estambres
van buscando los enjambres
las esencias de los frutos.
 
Y los finos aguijones
en robadas libaciones
van llevando a los talleres
lo mejor de la riqueza
que vertió Naturaleza
por los términos de Ceres.
 
Zumba el himno rumoroso
del trabajo fructuoso
con monótona dulzura:
las obreras impacientes
salen y entran diligentes
por la estrecha puerta oscura.
 
Las que dentro descargaron
las esencias que libaron,
palpitantes aparecen,
vuelo toman oscilante
y en la atmósfera radiante
volando desaparecen.
 
Las que tornan presurosas
con sus cargas deliciosas
de ambrosías y colores,
no parecen volanderas
juiciosísimas obreras,
sino aladas lindas flores.
 
No se estorban ni detienen
las que ricas de oro vienen,
las que en busca van de oro...
Unas liban y acarrean,
otras labran y moldean,
¡todas hinchen el tesoro!
 
Y hacinados en los cienos,
expulsados de los senos
del alcázar del trabajo,
los cadáveres viscosos
de los zánganos ociosos
se corrompen allá abajo...
 
III
 
Cosas buenas he aprendido
contemplando embebecido
resbalar por la hondanada
la sonora algarabía
de la alegre pastoría
que despunta la otoñada.
 
¡Qué bien suenan sobre fondo
de quietides dulce y hondo
el latir de roncos perros,
el vibrar de los silbidos,
el clamor de los balidos
y el rum rum de los cencerros!
 
Y cayendo sobre el coro
como lágrimas de oro
de la vida natural,
¡qué amorosas complacencias
desparraman las cadencias
de la gaita del zagal!
 
Blandamente resbalando
las ovejas van pasando;
paz y hierba van paciendo;
los bocados que una deja
son bocados de otra oveja
que a la hermana va siguiendo.
 
Los corderos baladores
van en grupos triscadores
asaltando los repechos,
coronando los cerrillos
y brincando los helechos.
 
Y el que topa con la ubre
o la lo lejos la descubre,
bala y corre hacia la oveja,
se arrodilla tembloroso,
llena el cuajo, trisca airoso
y espojándose se aleja.
 
En la honrada pastoría
cada amante madre cría
su corderuelo querido...
¡No hay cordero destetado
porque lo haya abandonado
la madre que lo ha parido!
 
Venerable pastor viejo
con zamarra de pellejo
de los muertos recentales
siempre atento vigilando
el rebaño va guiando
por los buenos pastizales.
 
Como abuelo que a su niño
lleva en brazos con cariño,
rebosante de placer,
el silvestre viejo austero
lleva al trémulo cordero
que ha acabado de nacer.
 
Los zagales silbadores,
los ingenuos tañedores
de la gaita cadenciosa,
viendo van las avanzadas
y alegrando con tonadas
la piära rumorosa.
 
Y librándola de robos
de raposas y de lobos,
van retándolos a muerte
dos mastines corpulentos
con ojos sanguinolentos,
paso grave y pecho fuerte.
 
El pastor es cuidadoso,
el otoño es amoroso,
son alegres los rapaces,
las ovejas obedientes,
los mastines muy valientes
y los campos muy feraces...
 
Han gozado mis pupilas
la visión de las tranquilas
ovejitas resbalando...
Paz y hierba van paciendo,
dulce vida van viviendo,
grata huella van dejando...
 
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 
Esta vida que vivimos
los que reyes nos decimos
de este mundo engañador,
no es la vida sabia y sana...
¡Ay! La república humana
me parece la peor!...
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