La veneciana altiva de tez nevada, escucha las barcarolas desde la azotea de su mansión bizantina. Mira la tarde fantástica, de celajes dispersos, semejanza de tesoros volcados sobre el piso de un palacio roto a la fuerza. Un soplo del mar desata los cabellos de luz sobre la veste azul y le besa el rostro mortificado.
Defiende a veces con la diestra los ojos deslumbrados, adornándose con el atributo de una ceguedad temprana y divinatoria, y la breve sombra de la mano aumenta la dignidad de la faz muda.
La mujer nota el arribo de las galeras alegres, ostentosas de blasones dominantes, animadas con el atavío de las banderolas triangulares y volubles. Vienen de visitar naciones índicas, de alma sinuosa, de prosperidad inficionada, sujetas a la voluntad de reyes disipados.
Reconoce a los vencedores del mar fluctuoso, deshecho en montes, marinos prendados de constelaciones hechiceras, rescatados y salvados por algún vuelo de aves de vida continental; y desadvierte la hazaña de la juventud aguerrida, de fuerza probada en el océano patente.
La virgen refractaria condena las mercedes de la fama, siguiendo la voz de un orgullo terminante. Conoce las ideas de su tiempo, recreo de un ideal soberbio, enemigo de la fe tradicional. Resume el infortunio de su casta, de porte senatorial, extinguida bajo la saña de una facción victoriosa, y oculta su vida y su nombre en la morada bizantina, arruinada secretamente por el mar, celador previsto de su lápida.
#EscritoresVenezolanos (1925) La del timón torre