Yo me había internado en la selva de las sombras sedantes, en donde se holgaba, según la tradición, el dios ecuestre del crepúsculo. Era un sagitario retirado del mundo y sustraído a la alegría y recibió por ello el castigo de una muerte anticipada. El numen de la luz le guardó un duelo continuo y le encomendó la hora ambigua del día.
Su amada había recibido la merced de la inmortalidad y recorría las veredas y atravesaba la espesura del monte, en donde reinaba perpetuamente la misma hora, a la vista de los celajes cárdenos.
Un pensamiento supremo la había enmudecido.
El matorral componía una alfombra delante de sus pies y los árboles, soñando con el mediodía rutilante, arrojaban sobre su cabeza una lluvia de flores martirizadas.
Yo me había internado en la soledad silvestre, llevando de compañero al bufón desterrado de la corte. Decía sus gracejos en forma de argumento, parodiando risueñamente a los escolares y doctores. Shakespeare lo mienta en uno de sus dramas. Había incurrido, por imprudente, en el enojo de un rey venerable y de sus hijas.
El bufón dirigió la palabra, en son de festividad, a la mujer del bosque entredicho, elevada al mismo privilegio de las personas divinas, de hollar la tierra con pies desnudos e ilesos.
El bosque embelesado se mudó repentinamente en un cantizal y el flagelo del relámpago azotó las higueras condenadas a la esterilidad.
#EscritoresVenezolanos (1929) Las del formas fuego