Jaime Jaramillo Escobar

El canto del siglo

A Jorge Barros Martínez

La riqueza no necesita quién la cante, porque ella se canta a sí misma. Pero estos pobres, ¿qué canto tienen?
Voy a cantar con los pobres, allá lejos, a la orilla del río, donde no nos oigan los ricos,
Porque si nos oyen querrán comprar nuestro canto para después vendérnoslo a nosotros mismos y hacer el negocio del siglo.
Nuestro canto es hermoso y no sólo nos alegra a nosotros, sino que también podría alegrar a los ricos, si los ricos quisieran dejar esa pena que los agobia.
No somos avaros de nuestro canto, todo el mundo puede alegrarse con él, pero el canto no se vende, porque el canto es el surtidor de la garganta.

II

–¡Miren mi úlcera! La tengo desde hace muchos años. ¡Mírenla! Yo no podría vivir sin mi úlcera benefactora. Ella es la que me da de comer y a la vez ella se come mi pierna, pero es justo, señores, es justo, la reciprocidad ante todo, y mi úlcera no me impide cantar, ni arrancarle el sonido a las cuerdas; mi úlcera es lo único que tengo, me ha sido dada para provocar mi canto, le canto todo el día mientras caen algunas monedas del cielo, y al final duermo abrazado con mi dolor, mío, señores, mi dolor, del cual estoy orgulloso porque hace que os fijéis en mí, huérfano sin miradas, cantando en un rinconcito del Universo, no estorbo a nadie. Dios no me ha visto, porque si me hubiera visto, ¿cuánto apostáis vosotros que me hubiera dado si me hubiese visto?

III

–Este hijo que se me murió, sólo a mí se me murió. Tenía veintiocho años pero era mi niño, tan juicioso y trabajador porque yo le enseñé a trabajar, pero se me murió y eso es lo que vengo a decirles oh caballeros, oh dulces caballeros que pasan abriendo y cerrando su paraguas sobre mi luto; mi niño se murió hace diez años pero yo no dejo de cantarle sus arrullos; él es ahora como una cometa en el aire y en el dedo tengo enredado el hilo de la canción; oh dulces caballeros estoy viuda de mi hijo, lo tengo enredado en el dedo.

IV

–A los cinco años mi madre me enseñó a llorar y me quitó la camisa y me llevó al puente en el centro de la ciudad para que llorara, y después me llevó al parque para que llorara los domingos y los otros días de la semana lloraba en el atrio de la catedral, a la salida de los teatros, en las ferias de ganado y en las festividades públicas. También lloré en las afueras del estadio, lloré el jueves y el viernes santos y lloré en el Corpus Christi. Hasta que la ciudad se cansó de oírme llorar y de verme crecer sin mi camisa y entonces mi madre decidió llevarme a la capital y allí estuve varios años sentado llorando a las puertas de los bancos, en las gradas del Capitolio, en las plazas de mercado, en las grandes celebraciones, llorando de frío, temblando de frío, hasta que mi madre recogió todo el dinero que necesitaba, y no la volví a ver.
Entonces me fui a llorar en los trenes un largo llanto mudo picado de cuchillos.

V

–Todo el día he estado agonizante en medio de la calle, la calle principal de la ciudad, donde caí por no poder dar otro paso.
Trato de arrastrarme y mis desnudos miembros ruedan por el pavimento, advertidos apenas por los conductores de autos.
No debiera haber llegado a morir aquí, delante de ustedes, en esta calle que no es mía, lo comprendo.
Yo les pido mi perdón, oh elegantes caballeros que pasan con la prisa de sus relojes.
Mañana esta calle volverá a estar limpia como siempre, en la felicidad de la tarde adornada de árboles y helados.
A veces me atreví a solicitar una limosna, pero lo mejor que conocí fue la visión de los artísticos helados derritiéndose en los espejos al destello de los neones, el granizado de limón, el espumado de menta, la crema de nieve y coco, perfecta en el cristal de las copas, fresca lengua esquiando en el nevado de frambuesa, los sudorosos vasos de agua helada, tan altos, tan delgados, de un vidrio tan pulido, y la conversación como una llovizna sobre las cabezas engalanadas. Por qué llovía en aquel salón, todos tan jóvenes y sonrientes debajo de la lluvia. Las novias abrían sus sombrillas claras y los pianos tocaban para los helados...

VI

–Aquí venimos pagando nuestra promesa, mi hijo y yo. Llegamos de rodillas, pidiendo el agua y la sal, y estamos a punto de entrar en el santuario, adonde hemos venido por tu milagro. Cumplimos con nuestra manda, y ahora esperamos tu milagro; somos acreedores de nuestro derecho, tú tienes que saberlo, danos tu milagro. Peregrinos hemos venido desde nuestra rústica vivienda, en la cual habitamos sobre el asombro de los roquedales húmedos; unas cuantas bestias de pelo nos acompañan, y la esperanza, siempre la esperanza, no sabemos de qué, pero la esperanza.
Hasta las altas montañas sube el eco y el clamor. Somos pobres, somos ignorantes, pero escuchamos el eco y el clamor. Cuando la bruma de la mañana se dispersa, y el horizonte se corona de picos y farallones, en la vasta desolación de la cordillera sube el eco y el clamor. Sufriendo mil penalidades hemos venido a tu santuario. Muchas veces el camino desaparecía bajo nuestros pies, y sin embargo hemos venido porque así nos lo mandaron nuestros antepasados, para que lo mandásemos a nuestros descendientes. Hoy más que nunca necesitamos fuerza, sobre todo fuerza de espíritu, de voluntad, de corazón, fuerza de fuerza.
Necesitamos fuerza para luchar contra nuestros enemigos. Danos fuerza. Ellos tienen el poder de los armamentos. Danos fuerza para luchar contra los armamentos. Ellos nos han decretado el juicio final. Danos fuerza para luchar contra el juicio final. Ellos dicen que tienen la razón y el derecho de su parte. Danos fuerza para luchar contra la razón y el derecho que están de su parte. Ellos dicen que tienen la justicia de su parte. Danos fuerza para luchar contra la justicia que está de su parte. Ellos dicen que tienen a Dios de su parte. Danos fuerza. Danos fuerza.

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