Emmanuel Urrieta Jimenez

Memoria 1

Reciba esta memoria usted abuela, no viendo en esta sino la muestra de la admiración y amor que me inspiraron sus virtudes.

La  pequeña puerta del redil se abría... los corderos salían uno tras otro presurosos a la libertad, yo los contaba a todos, montado en el seto hasta que vaciaban el corral. La abuela y yo  éramos los encargados de guiar aquel ganado errante hasta el cerro del pueblo donde estos pudieran comer;  después de despedirme  de mamá y cargar mi pequeño morral colmado de algunas frutas y tortillas, comenzábamos la andanza. La abuela excelente guía, semejante en la voz a un rey griego alentando a su ejército a la liza, arreaba a nuestro rebaño con su sólida vara.
El  paso era raudo, pronto dejábamos atrás las últimas casas del pueblo, para penetrar en los senderos de un pequeño cañón que formaban dos colinas, sus sinuosas veredas estaban guarnecidas de frescas sanvitalias, los numerosos jardincitos en que se ven crecer juntas las chrysactinias y coryphanthas esmaltaban aquel paraje.
De repente, y al  descender de un pequeño peñón, dos contiguas aljibes aparecían para dar de beber a nuestra sedienta manada, en sus verdosas aguas nadaban algunos anuros y sobre ellas se miraban planear iridiscentes libélulas;  había llovido la noche anterior y los cazahuates aún sacudían de sus hojas brillantes las últimas gotas que los rayos del sol convertían en topacios y diamantes.
Satisfecho el ganado, continuábamos la marcha, al paso encontrábamos a numerosos trabajadores que con sus instrumentos de labranza se  dirigían a sus hogares, aunque no era muy tarde.
Estando en la cumbre,   a la sombra de un frondoso árbol, la abuela se quitaba el sombrero y a la vera de sus pies lo colocaba,  honrada presidia los alimentos, como patriarca de los antiguos tiempos, junto a ella me sentaba.  Entretanto las ovejas disfrutaban del fresco herbaje.
Después de jugar un poco y explorar pintoresco lugar, atento observaba yo. Desde ahí se podía dominar parte del caserío del pueblo, las agudas puntas de los quiotes sobresalían del horizonte y el viento de octubre parecía soplar los secos pastos  que con los rayos del sol poniente producían áureos fulgores.
De soslayo miraba, sus  cabellos eran negros, largos y lustrosos, a pesar de la edad; la frente, elevada y pensativa; la nariz, aguileña y la boca severa, conservaba aún  algunos rasgos que eran como el crepúsculo de su belleza.
La obscuridad se había hecho más densa, pero yo veía en ella, cuyo semblante aún  no conocía, algo luminoso; tan cierto es que la simpatía y la admiración se complacen en revestir a la persona simpática y admirada con los atractivos de la divinidad.

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