Lacú, cara de miel, cabello cano,
Temblándole, jadeante, la camisa,
Fabrica santos, leve la sonrisa,
Barcino guante de sudor la mano.
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto,
Con calor de melcocha por la frente,
Lo llama por allí la buena gente:
“Lacú, cara de miel, cara de santo”.
Modela efigies rojas de madera,
Pálidos santos de color de Luna,
Y le suenan los dedos como en una
Llanura fatigante y forastera.
Cuando está airado, talla entre avatares,
Y cuando alegre, hasta el taller se alegra,
Se le envuelve la sangre en noche negra
Si se le llena el alma de pesares.
Tales son sus desvelos; son tan fijos
Sus labores, sus vértigos, sus sueños,
Y es tanta la pasión de sus empeños
Que tiene el rostro de sus propios hijos.
Lacú mira el vivir, sigue a la gente,
Ante las vidas simples se emociona,
Siente latir un gesto y lo aprisiona,
Lo fija todo en su labor paciente.
De allí que cuando miran los vecinos
Las figuras de palo en sus altares,
Se ven, tal como son en sus hogares,
Tal como son, jirones de caminos.
Para probar mejor lo que origina
Dentro del puño como fuelle ardiendo,
Se amarra al brazo enérgico un estruendo
De escopeta o cuchillo o carabina.
Si labra un santo, firme y despiadado
Baña el cincel de fuego y agavilla
La gubia con cendal de maravilla,
Fragor de tierra, semillar y arado.
Y si es santa, despierto en nuevo brío,
Le da un soplo final mágico y sabio:
Con flor de pachulí le pinta el labio,
Las lágrimas, con gotas de rocío.
Y tanto se parece a sus criaturas
Que él mismo es ya raíz, árbol, madera,
Palpitación terrestre y verdadera
De cortezas con sol por vestiduras.
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto
Con calor de melcocha por la frente,
Lo llama por allí la buena gente:
“Lacú, cara de miel, cara de santo”.