En la mesa larga de la abuela,
se tejían las historias al fuego lento,
con las manos llenas de harina y el alma,
y el aroma eterno del pan recién hecho.
La abuela, centinela del tiempo,
guardiana de risas y secretos,
desgranaba memorias entre susurros,
y el mantel bordado narraba los cuentos.
Era un rito de manos y miradas,
el cuchillo partía algo más que el pan,
dividía el día entre lo perdido,
y las migajas de lo que vendrá.
Las voces tejían una red de raíces,
y cada boca era un eco de antaño.
El padre reía, la madre cantaba,
y los hijos soñaban con campos lejanos.
Alli, en la cocina, se alzaba un templo,
una tradición que el tiempo no borra:
no es el pan lo que se hereda,
es el calor que deja en la memoria.
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