Te crees el Camus sueco,
con tu abrigo largo y tus frases rotas,
como si el absurdo tuviera acento nórdico
y el hastío se sirviera con vodka.
Miras al mundo por encima del humo
de un cigarro que nunca enciendes,
como si la indiferencia fuera
una forma elevada de pensar.
Pero no es rebeldía,
es miedo.
Miedo a sentir,
a perder el control de tu propio desencanto.
Lees a Kierkegaard de reojo,
pero no entiendes a tu madre.
Citas a Nietzsche en cenas frías,
y olvidas el nombre de quien te espera.
Te crees el Camus sueco,
pero no hay peste,
ni exilio,
ni guerra.
Solo una tristeza que elegiste
para no amar demasiado.