En la pureza del niño, la verdad se asoma,
sus palabras inocentes, sin velo ni disfraz,
reflejan el mundo tal como se desploma.
El borracho, con su lengua suelta y audaz,
desnuda las mentiras que otros ocultan,
sin temor a la crítica, su verdad es paz.
El niño, con sus ojos llenos de claridad,
ve lo que otros no quieren ver o evitar,
en su ingenuidad, revela sinceridad.
El borracho, con su risa y su andar errante,
desvela secretos en cada palabra ardiente,
su franqueza, a veces cruel, siempre constante.
Ambos, en su estado puro, sin pretensión,
nos enseñan que la verdad no tiene dueño,
y que en la honestidad, hallamos redención.
Así, entre risas y juegos, o en la ebriedad,
el niño y el borracho nos muestran sin cesar,
que en sus verdades, encontramos realidad.