Christian Sanz Gomez

Pequeña elegía

Con dos infartos y un par de adicciones
sé que poca, muy poca vida me queda.
¿Balance? Gocé de scorts de inconsolable hermosura,
la exquisita paz de una familia que mucho me quiso,
instantes imprecisos del tiempo donde me creí invulnerable
o un corbeille de rosas al alba, o el château de Chambord
o el de Cheverny (en solemnes mañanas con bridón de llama),
Vermeer, Bernini, Viena, Lisboa, Tarski, Quine, Cavafis,
la prosa de burbuja historiada de Nabokov,
la ovonia que enloquece en amores de solo dos horas,
las penínsulas espaciosas del «Vosne romanee»,
asonante de frutas rojas y viñedos ducales,
largo como claridad de antorcha al trasluz púrpura,
gocé la inteligencia tanto de Fleur Cowles como de Suetonio,
estudié matemáticas, el oreo de novelas, el dramatismo
en el ballet de piruetas pensantes de algunos filósofos,
leí al barón de Maldà, las ocurrencias de senectud de Séneca,
soñé, imaginé, fantaseé, enloquecí con la belleza, ideé, creé,
jugué, canté, me dominó la pasión, hallé luz en la razón,
bebí, amisté, brillé, caí, copulé, amé, busqué y encontré.
 
Pero ahora mi felicidad no consiste en decir «mañana»,
sino que reside en la tristeza de una fúnebre palabra: «ayer».
Enclaustrado en feraz, feudal aldea gallega, desprecio el hoy
y ya solo espero dulcemente la muerte, esa última habitación
de hotel de lujo. Mero trotamundos por magnéticos eucaliptos,
nadie antes tan rico ha vivido nunca ahora tan mal y pobre.
A veces compensa la paciencia de escuchar cómo levitan las nubes,
las ovejas del vecino, echarle migas de pan a los pájaros,
el bosque enfurecido donde borbota y se fragua una lluvia inescrutable,
o percibir la vertiginosa corona de animales durmiendo
y a babilónicas nubes oníricas muy blancas en verano.
Muy lejos de insecticidas, cosméticos, grafiti, jóvenes adolescentes
en shorts, estallar de coches y el populoso incendio de las avenidas.
Mi alfabeto no son ya pequeñas librerías francesas o inglesas,
sino toxos, abruñeiros, bidueiros, pelusiñas y xestas. Sí, acaso mejor así.
Rodeado de este cascabaleo de inmensa precisión sensorial
el musgo y hojas secas aquí cubrirán mi tumba.
Muy pronto, sea por natura o solución romana, soñaré un sueño,
un sueño que no podrá volver a soñarse más.

No envilecí mi vida. No, no envilecí mi vida. Nací rico y me dieron (y me gané) una educación exquisita. Viajes por Europa, casa en la playa y la montaña, clases privadas de música, idiomas y dibujo. Ahora mi lujo tiene la forma más majestuosa del lujo: el lujo mental. En mi pazo orensano vivo solitario el ocaso y fin de la vida. Algo no me inquieta y justifica. No, no envilecí mi vida.

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