Jorge Luis Borges

El testigo

En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto.

Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?

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TESOROS EN EL OCÉANO SIDERAL Si tuviéramos la posibilidad de salir de nuestro planeta en una confortable y segura nave, llevando un receptor de radio, notariamos con sorpresa que captamos señales de programas un poco atrasados. A medida que nos alejamos de la Tierra, notaremos que las señales radiofónicas se van haciendo cada vez más antiguas; llegará un momento (y no muy lejos de nuestro hogar) que escucharíamos las añoradas emisiones de "La hora azul" en la "W", recuperando emotivos momentos del prolífico y sorprendente "Flaco de oro". Esto sucede porque las ondas de radio no se destruyen, salen de una antena emisora, podemos escucharlas en nuestras casas y se van al espacio viajando a la velocidad de la luz. Hay personas que han objetado la colocación de mensajes y pistas de nuestra existencia en el Universo en misiones exploradoras para que alguna vez nos encuentre otra civilización extraterrestre; ven peligro en ello, son pesimistas. De cualquier forma, aunque ni siquiera hubiésemos salido al espacio exterior, con nuestras emisiones de radio y televisión, delataríamos nuestra presencia, es demasiado tarde, resulta imposible detenerlas. Van en camino, como botellas al mar llevando el mensaje de los náufragos terrícolas. Si en nuestra nave imaginaria nos alejamos lo suficiente y en determinada dirección, encontraríamos las señales de auxilio en clave Morse del Titanic. En otro sitio y más lejos, captaríamos las primeras pruebas de "telegrafía sin hilos" de Guillermo Marconi. Después de eso silencio espacial. Hay tantos programas y entrevistas que jamás se grabaron y que podemos recuperar con este método carísimo. Yo lo llamo "Arqueología Radio Espacial". Es física, es ciencia y tecnología, que se toma de la mano con la poética nostalgia. Estoy seguro que lo mismo ocurre con aquello que nunca se convirtió en señales de radio. A fin de cuentas las emociones humanas son energía y Lavoisier nos demostró que, al igual que la materia, ésta "no se destruye ni se crea, sólo se transforma." En algún lugar del espacio-tiempo se hallan todavía las huellas de todos los amores generados en la Tierra; también los dramas. ¡Cuántos secretos se develarán cuando la tecnología indiscreta logre encontrar y decodificar toda esa serie de vibraciones! En la antigüedad se creía que todos los objetos perdidos y las lágrimas de los amantes se hallaban en la Luna, ya vimos que no, pero están en alguna parte. Habremos de encontrarlas alguna vez; convertiremos a la Historia en una ciencia práctica que se estudia en el laboratorio de las emociones humanas. Llenaremos lagunas de nuestros archivos con momentos recuperados y seremos capaces de comprendernos un poco mejor a la luz de nuestro pasado plenamente rescatado. Además, siempre hay otras alternativas: Borges escribió: "Hubo un día que cerró para siempre los últimos ojos que vieron a Jesús." Queda pendiente que hablemos del Judío Errante para ver que esas bellas palabras, no son muy exactas. Ya hablaremos de ese hombre llamado Cartaphilus, que todavía anda por ahí y vio a Jesús en persona. Alfredo Jiménez G. (alias Alexander de Large) nostálgico soñador con fundamento científico.

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