A mi bisabuelo paterno le hicieron una operación que apareció en una revista porque en aquel tiempo fue algo notable. No sé cómo la harían porque entonces no existía la anestesia. Tal vez le darían un poco de alcohol. Hay una novela de Melville, el autor de 'Moby Dick’, que sirvió mucho como ballenero y en la marina norteamericana. Él cuenta de una operación a bordo de un velero, en alta mar, por el año 1870 o algo así, en que había que amputar la pierna a un marinero. Entonces se reunió toda la tripulación en la cubierta del barco, sacaron al marinero atado a una tabla, lo emborracharon con ron, y luego se dio la orden de empezar a tocar la banda, de modo que el hombre estaba embrutecido por el alcohol, la música, y además llamaron a sus dos mejores amigos, que se le fueron encima y le dijeron malas palabras y le rompieron la cara a puñetazos. El marinero trataba de defenderse pero no podía por estar atado, y aprovecharon esto para amputarle la pierna. Se supone que igual sufrió bastante. A mí me hicieron muchas operaciones. En la última la anestesia no duró y el médico me dijo que me iba a doler, pero que estuviera quieto porque si no, me quedaría irremediablemente ciego. Yo sentía el dolor, aunque no era muy fuerte. Si una tierrita en el ojo molesta, cómo no va a molestar un bisturí con los ruidos del raspaje. Pero me quedé quieto a pesar de sentir en mi corazón como martillazos, y lo único que pensé fue en no moverme. Ni siquiera reparaba en el resultado: si yo giraba la cabeza, la posibilidad de mi visión había concluido. No, no pensé en Dios. Sólo me preocupé de centrar mi atención en la inmovilidad. Mi madre estaba a mi lado y yo no pensaba en ella, ni en mí, ni en nada. Me decía como un grito: yo no debo moverme.
Recogido por Esteban Peicovich en su libro "Borges, el palabrista"