En aquellos tiempos tenían mis padres una esclava. Francisca entró en casa cuando yo contaba con unos ocho años. Pocos corazones he encontrado en mi camino por la tierra tan excelente como aquél, así es que muchas veces, pensando en ella y poniéndola en cotejo con personas de mi raza, me vienen en el acto a la memoria los conocidos versos de nuestro más delicado poeta, que dicen:
“¡Qué blanca es la señorita!
¡Qué negra su pobre esclava!
Más si salieran al rostro
Los colores de sus almas,
¡Qué blanca fuera la negra!
¡Qué negra fuera la blanca!”
En un país... (Francisca no sabía nada de geografía y sus historias pasaban siempre en el mundo, en la gran patria); pues bien, en un país estaban una vez los hombres en guerra, guerra furiosa, sin cuartel. Unos habían tomado divisas verdes y los otros rojas, y se distinguían por los rojos y los verdes. Decían éstos que aquellos, ya por fuerza, ya por maña, conseguían todos los destinillos, que después de conseguirlos, desempeñábanlos mal, que no los dejaban respirar a ellos, y qué sé yo cuántas cosas más. Los otros se hacían los suecos, digo, los sordos, que Francisca no sabía de nacionalidades, y seguían en sus trece; y por estas y otras bagatelas vinieron a las manos, y nadie quería ceder, y ya la tierra estaba manchada de sangre, que partía el alma verla, porque era una muy hermosa tierra, con muchos ríos y arroyos, y unos árboles muy bonitos, con el tronco muy alto y muy derecho y las hojas en forma de palmas, y otros árboles de mucho ramaje, que siempre estaban verdes y daban unas frutas muy sabrosas. Y tenía lomas, que lejos parecían nubes oscurísimas, y cuevas con las paredes y los techos abrillantados, y su cielo era muy azul y muy claro y muy bonito, y en fin tenía tantas cosas lindas aquella tierra, que sus hijos y hasta sus hijas estaban enamorados de ella, y siempre le estaban diciendo mil piropos en verso, porque les parecía que la prosa no servía para celebrarla.
En aquella tierra, pues, se estaban matando; y sin embargo, pasaban cosas muy buenas, y decían los más cuerdos que se debían contar y hasta escribirse en los papeles, vinieran de quien vinieran, para que sirvieran de ejemplo, y para dar muestras de imparcialidad y de justicia, porque de este modo, cuando se quejen de algo malo, se vea que han de tener razón; y entre esas cosas buena, una de las mejores era la historia de un capitán, de quien decían todos que cuando le veían comprar ropas y vituallas y repartirlas entre los verdes y entre los rojos que él consideraba más hambrientos y desnudos, les parecía que estaba dándoles los pedazos de aquella alma tan buena. Y después dicen que se quedaba como si no hubiera hecho nada, creyendo que nadie tenía que agradecerle cosa alguna.
Este capitán, que era de los rojos y se llamaba Almogueras, quería con un amor muy singular a una muchacha del bando verde, a quien todos, y él con más veras que otro alguno, llamaban Amada. La quería allá en el fondo de su alma, con tal secreto y tal veneración, que jamás venía a sus labios una palabra ni a sus ojos una mirada que expresara lo que sentía. Su amor no pedía correspondencia, porque Almogueras era feliz con ver a Amada y con sentir que aquel afecto tan puro le llenaba todo el pecho. Otra particularidad tenía aquel capitán. Decían todos que era un republicano atroz, pero lo decían como en secreto, y esto me hace presumir que aquel país no era una república; pero no puedo decir qué clase de gobierno era aquél, ni cómo iba su administración ni sus costumbres, ni nada, porque Francisca dejaba todo eso indeciso, mejor dicho, sobre entendido (sic.), y yo no quiero poner nada de mi cosecha, limitándome a mejorar un poco el lenguaje, porque el de la pobre esclava no es para impreso. También debo advertir que sus personajes debían tener familia, pero que ella no hacía nunca mención más que a los individuos que entraban en juego, ni me describía las casas o los palacios donde vivían, como hacen hoy los novelistas, con tanto primor que parece que se ve lo que pintan. Todo eso lo dejaba ella en cierta vaguedad muy adecuada a los prodigios que refería, y muy a propósito para seducir almas infantiles. Algunas veces indicaba, como de paso, que el palacio en que estaba encantado el príncipe era muy hermoso y que todos los muebles eran de oro.
Volviendo a Almogueras, era un republicano tan extremado y tan raro, que, de sus generales abajo, a todo el mundo tuteaba, hasta a Amada, a quien él respetaba más que a una reina, porque decía aquel buen capitán que más mérito tenía la virtud de una muchacha que andaba por la vida expuesta a mil riesgos, que la de una princesa escastillada en su palacio, a quien nadie se atreve a levantar los ojos para mirarla a la cara, y sin embargo... Almogueras no era mal hablado, y siempre dejaba eso así.
Y en verdad que pensaba justamente en lo que a Amada se refería, pues que su virtud no era de esas que se conservan porque no hay otro remedio. No señor. Amada podía darle un susto a cualquiera con su par de ojos negros, tan grandes y tan brillantes y tan dulces, que si los bajaba parecía que se encendía una luz; con su cabellera oscura y ligeramente crespa, con su andar indolente y gracioso, y con su alegre risa que salía del corazón y que a todos comunicaba el contento, porque todo el mundo sabía que aquella sonora explosión no encerraba ni las malignidades de la burla, ni los regocijos de la envidia, al ver humillada a una rival. Cuando Amada sujetaba entre sus cabellos una encendida rosa—y lo hacía con mucha frecuencia—sus mejillas algo morenas reflejaban aquel color de fuego y se ponía tan preciosa, que Almogueras luchaba fuertemente consigo mismo para no caer de rodillas delante de su ídolo y adorarlo un buen rato.
No puedo decir si la figura del capitán correspondía al de su amada. Parece que Francisca no daba gran precio a la belleza masculina. Ella no me decía de sus héroes sino que eran muy valientes y muy constantes enamorados, y yo suponía que eran también muy hermosos. No me aparto de su método ni de su relato, y dejo en libertad la fantasía del que lea este cuento para que se forje el tipo físico de Almogueras. Lo único que yo diré es que su alma era digna de tener por albergue el cuerpo de Apolo.
Como Amada era tan linda y tan juiciosa, tenía muchos enamorados que no se callaban como el capitán, a quien ella solo quería como a su mejor hermano, sin sospechar siquiera de qué modo la amaba él. Entre aquellos enamorados le gustó uno, y la boda estaba concertada para un día de mayo, porque Amada era muy aficionada a las flores y quería casarse en ese mes que tiene tantas, pareciéndoles que ellas serían un presagio de felicidad.
¿Quién puede pintar lo que pasó entonces en el corazón de Almogueras? Cualquiera creerá que los celos se lo destrozaron con sus aceradas puntas; pero quien quiera (sic.) que lo crea se engañará. Aquella alma era excepcional en todo. Almogueras quería mucho al novio, porque este quería mucho a Amada; se encontraba feliz, porque Amada iba a serlo, y al mismo tiempo sentía que su corazón estaba como bañado por un bálsamo que le comunicaba una tristeza muy honda y muy suave.
En esos días supo el capitán que Juanillo, un hermano de Amada, que a pesar de sus pocos años estaba en la guerra y peleaba como un pequeño león, había caído prisionero de los rojos, y lo peor del caso era que el jefe en cuyo poder se hallaba, resultaba ser un tal Zorrolobo, hombre que gozaba fama de feroz y, a lo que parece, muy bien ganada.
Cuando Almogueras supo la fatal noticia, dijo allá para su alma—pues ya sabemos que era con quien más hablaba:—“Ya tengo mi regalo de boda para Amada”, y sin despedirse de ella siquiera, montó a caballo y partió a escape con dirección al campo de Zorrolobo. Para llegar allá no había más remedio que pasar por el bosque donde estaban apostados los verdes; el capitán lo sabía y parece que su caballo lo adivinó porque se encabritaba y volvía la cabeza a un lado y a otro, sin hacer caso del freno que le maltrataba la boca, queriendo escapar por donde pudiera, al percibir cierto olorcillo de pólvora enemiga que él debía conocer muy bien; pero el jinete, prescindiendo por primera vez del trato mimoso que daba siempre a su soberbio moro-azul, le metió las espuelas hasta no más y le obligó a pasar rápido como un rayo por entre los enemigos, que no tuvieron tiempo para enviar siquiera un disparo a manera de saludo, a aquella visión, apenas columbrada, cuando desaparecida.
Almogueras llegó al campamento de Zorrolobo muy a tiempo, pues ya Juanillo estaba sujeto con buenas cuerdas y no se esperaba más sino que el jefe se retorciese el lado izquierdo de su largo bigote, señal que había adoptado para indicar que un alma debía pasar a otra vida mejor; y se dice que ese lado del bigote no se le destorcía ya nunca, de tal modo que las devotas del país (Francisca no hacía distinción de religiones, y las hadas andaban en sus cuentos mezcladas con los santos), apenas sabían que había caído alguno en manos de Zorrolobo, comenzaban a rezarle el credo.
El capitán se llegó al general y le dijo:
—Vengo a pedirte a Juanillo.
—¿A Juanillo?—dijo Zorrolobo con sorna—; ¿querrás decir que vienes a enterrarlo?
—No; vengo a llevarlo vivo a Amada.
—No puede ser; es un prisionero de guerra; le he cogido con las armas en la mano.
—Lo que no puede ser es que Amada se muera si le matas a su hermano. Ven conmigo, muchacho.
Y diciendo y haciendo, desató las ligaduras del prisionero, le ayudó a subir a la cabalgadura, se puso también encima de un salto y desapareció por donde mismo había venido, dejando a Zorrolobo estupefacto, más sorprendido de lo que pasaba en su interior, que del rasgo heroico que acababa de presenciar. Mi buena negra aseguraba que un hada muy benigna le había tocado el corazón a aquel mal hombre para que Almogueras cumpliera su generoso designio, y aunque yo no soy muy inclinada a creer en cosas maravillosas, no puedo menos de pensar que algo de sobrenatural hubo en esto, porque Zorrolobo no fue bueno más que en aquel momento, y él mismo contaba, casi avergonzándose de ello, que cuando el capitán puso al muchacho sobre el caballo, había sentido un toque suave en el corazón, que se le conmovió todo, haciéndole experimentar sensaciones que él no recordaba haber conocido ni en sueños.
Almogueras hizo volar otra vez su caballo por entre los enemigos, y llegó jadeando a casa de Amada. Para no impresionar a ésta demasiado, entró solo. En la casa había mucha gente. Amada estaba vestida de blanco, tenía una corona de azahares sobre su hermosa frente, y sus grandes ojos despedían extraños fulgores. Estaba divina. El novio, radiante de alegría, estrechaba una de sus manos.
Almogueras llegó hasta ella, y con voz en que no se podía definir ninguna impresión, porque parecía que en ella se mezclaban las inflexiones que la comunican todos los sentimientos grandes y buenos, dijo a la joven:
—Amada, te traigo mi regalo de boda: Juanillo está aquí.
Amada exhaló un grito, y se precipitó en brazos de su hermano, que apenas oyó pronunciar su nombre, había entrado todo trastornado, diciendo con voz entrecortada por sollozos:
—Me ha salvado la vida... sin hacer caso de la suya... Zorrolobo me había hecho prisionero...
Amada tembló al saber el riesgo que había corrido su hermano, y alzando sus ojos llenos de lágrimas, los fijó en Almogueras con tan suprema expresión de afecto y de gratitud, que este también sintió rodar dos lágrimas por su rostro, pero dos lágrimas nada más, gruesas y silenciosas. En ellas desbordaba la plenitud del amor y de la felicidad; y cuando el capitán se inclinó para besar la mano que Amada le ponía sobre los labios, cayeron, milagrosamente unidas en una sola gota, sobre los dedos de la desposada, como un diamante de invisible anillo, símbolo de otro desposorio purísimo y eterno.
Almogueras salió de la casa, y jamás volvió a saberse de él; pero siempre que Amada se quedaba sola, volvía a aparecer en uno de sus dedos una gota que brillaba mucho más que un diamante, como un bellísimo lucero, y Amada tenía por cierto que era el alma de Almogueras que venía a visitarla.