He conocido a una pobre muchacha
a quien conduje hasta la escena.
La madre, sus hermanas qué amables y también
aquel su infortunado “tú no vas a volver”.
Como en cierto negocio me iba admirablemente
me rodeaban de un aire de dinasta florido.
La novia se volvía agua,
y cuán bien me solía llorar
su amor mal aprendido.
Me gustaba su tímida marinera
de humildes aderezos al dar las vueltas,
y cómo su pañuelo trazaba puntos,
tildes, a la melografía de su bailar de juncia.
Y cuando ambos burlamos al párroco,
quebróse mi negocio y el suyo
y la esfera barrida.