Sor Juana Inés de la Cruz

Aplaude lo mismo que la Fama en la sabiduría sin par de la señora doña María de Guadalupe Alencastre, la única maravilla de nuestros siglos.

Grande duquesa de Aveiro,
cuyas soberanas partes
informa cavado el bronce,
publica esculpido el jaspe;
 
alto honor de Portugal,
pues le dan mayor realce
vuestras prendas generosas
que no sus quinas reales;
 
vos, que esmaltáis de valor
el oro de vuestra sangre,
y, siendo tan fino el oro,
son mejores los esmaltes;
 
Venus del mar lusitano,
digna de ser bella madre
de Amor, más que la que a Chipre
debió cuna de cristales;
 
gran Minerva de Lisboa,
mejor que la que, triunfante
de Neptuno, impuso a Atenas
sus insignias literales;
 
digna sólo de obtener
el áureo pomo flamante
que dio a Venus tantas glorias
como infortunios a Paris;
 
cifra de las nueve Musas,
cuya pluma es admirable
arcaduz, por quien respiran
sus nueve acentos suaves;
 
claro honor de las mujeres,
de los hombres docto ultraje,
que probáis que no es el sexo
de la inteligencia parte;
 
primogénita de Apolo,
que de sus rayos solares
gozando las plenitudes,
mostráis las actividades;
 
presidenta del Parnaso,
cuyos medidos compases
hacen señal a las Musas
a que entonen o que pausen;
 
clara Sibila española,
más docta y más elegante
que las que en diversas tierras
veneraron las edades;
 
alto asunto de la Fama,
para quien hace que afanes
del martillo de Vulcano
nuevos clarines os labren:
 
Oíd una Musa que,
desde donde fulminante
a la Tórrida da el sol
rayos perpendiculares,
 
al eco de vuestro nombre,
que llega a lo más distante,
medias sílabas responde
desde sus concavidades,
 
y al imán de vuestras prendas,
que lo más remoto atrae,
con amorosa violencia
obedece, acero fácil.
 
Desde la América enciendo
aromas a vuestra imagen,
y en este apartado polo
templo os erijo y altares.
 
Desinteresada os busco:
que el afecto que os aplaude
es aplauso a lo entendido
y no lisonja a lo grande.
 
Porque ¿para qué, señora,
en distancia tan notable
habrán vuestras altiveces
menester mis humildades?
 
Yo no he menester de vos
que vuestro favor me alcance
favores en el Consejo
ni amparo en los tribunales;
 
ni que acomodéis mis deudos,
ni que amparéis mi linaje,
ni que mi alimento sean
vuestras liberalidades.
 
Que yo, señora, nací
en la América abundante,
compatrïota del oro,
paisana de los metales,
 
adonde el común sustento
se da casi tan de balde,
que en ninguna parte más
se ostenta la tierra madre.
 
De la común maldición
libres parece que nacen
sus hijos, según el pan
no cuesta al sudor afanes.
 
Europa mejor lo diga,
pues ha tanto que, insaciable,
de sus abundantes venas
desangra los minerales,
 
y cuantos el dulce lotos
de sus riquezas les hace
olvidar los propios nidos,
despreciar los patrios lares,
 
pues entre cuantos la han visto,
se ve con claras señales
voluntad en los que quedan
y violencia en los que parten.
 
Demás de que, en el estado
que Dios fue servido darme,
sus riquezas solamente
sirven para despreciarse:
 
que para volar segura
de la religión la nave,
ha de ser la carga poca
y muy crecido el velamen;
 
porque si algún contrapeso
pide para asegurarse,
de humildad, no de riquezas,
ha menester hacer lastre.
 
Pues ¿de qué cargar sirviera
de riquezas temporales,
si en llegando la tormenta
era preciso alijarse?
 
Conque por cualquiera de estas
razones, pues es bastante
cualquiera, estoy de pediros
inhibida por dos partes.
 
¿Pero adónde de mi patria
la dulce afición me hace
remontarme del asunto
y del intento alejarme?
 
Vuelva otra vez, gran señora,
el discurso a recobrarse,
y del hilo del discurso
los dos rotos cabos ate.
 
Digo, pues, que no es mi intento,
señora, más que postrarme
a vuestras plantas, que beso
a pesar de tantos mares.
 
La siempre divina Lisi,
aquella en cuyo semblante
ríe el día, que obscurece
a los días naturales;
 
mi señora la condesa
de Paredes (aquí calle
mi voz, que dicho su nombre
no hay alabanzas capaces);
 
ésta, pues, cuyos favores
grabados en el diamante
del alma, como su efigie,
vivirán en mí inmortales,
 
me dilató las noticias
ya antes dadas de los padres
misioneros, que pregonan
vuestras cristianas piedades,
 
publicando cómo sois
quien con celo infatigable
solicita que los triunfos
de nuestra fe se dilaten.
 
Ésta, pues, que sobre bella,
ya sabéis que en su lenguaje
vierte flores Amaltea
y destila Amor panales,
 
me informó de vuestras prendas,
como son y como sabe,
siendo sólo tanto Homero
a tanto Aquiles bastante.
 
Sólo en su boca el asunto
pudiera desempeñarse,
que de un ángel sólo puede
ser coronista otro ángel.
 
A la vuestra, su hermosura
alaba, porque envidiarse
se concede en las bellezas
y desdice en las deidades.
 
Yo, pues, con esto movida
de un impulso dominante,
de resistir imposible
y de ejecutar no fácil,
 
con pluma en tinta, no en cera,
en alas de papel frágil
las ondas del mar no temo,
las pompas piso del aire,
 
y venciendo la distancia
(porque suele a lo más grave
la gloria de un pensamiento
dar dotes de agilidades),
 
a la dichosa región
llego, donde las señales
de vuestras plantas me avisan
que allí mis labios estampe.
 
Aquí estoy a vuestros pies
por medio de estos cobardes
rasgos, que son podatarios
del afecto que en mí arde.
 
De nada puedo serviros,
señora, porque soy nadie;
mas quizá por aplaudiros
podré aspirar a ser alguien.
 
Hacedme tan señalado
favor, que de aquí adelante
pueda de vuestros crïados
en el número contarme.
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