Joaquín Sabina

Ay Calixto

¡Ay, Calixto! ¡Ay, Calixto:
sin tabaco y sin parné,
ay Calixto, ay Calixto,
por culpa de una mujer!
 
Aquí donde usted me ve,
descangayado, fané
y sin afeitar,
yo era un hijo de papá
de casa bien.
Lucía como un “gentelman”
ternos de “tweed”
a medida,
fular,
chofer,
pedigrí,
“savoir faire”,
mujer
querida,
elegancia natural
y el acta de diputado
más votado
del Partido Popular.
 
El caso es que mi señora
un seis de junio
alumbró
un Conde de Algora
junior
al que pusimos “Calixto,
tal que su progenitor”.
Y como para nacer
de noble cuna,
crecer,
ser de la tuna
y casarse
no hay que pasarse
de listo
hasta Calixto,
que en cuanto
a encanto
viril
tenía tanto
“sex—appeal”
como Manolo “el del bombo”
tras el quilombo
sorpresa
que son las bodas
de moda,
volvió de luna de miel
con un pastel
de frambuesa
que te miraba
y cortaba
el hipo
y la mayonesa
con ese tipo:
su vacunita
en el brazo,
dieciocho añitos
y esos malditos
ojazos
de gata
en celo
y aquella mata
de pelo
como una hoguera
y unas pestañas
con telarañas
de terciopelo
y esas caderas
que estaban hechas para pecar
por las escaleras,
para enseñarle el pajar,
para esperar en la era,
para mancharle el vestido,
para cantarle al oído:
“reloj no marques las horas”
para quitarse el sombrero.
Caballero, qué señora.
Caballero, qué señora.
Caballero: ¡qué señora...!
 
¡Ay, Calixto, ay, Calixto:
quién te ha visto y quién te ve!
¡Ay Calixto, ay Calixto,
por culpa de una mujer!
 
Para colmo mi Calixto
por lo visto
no le sobraba
afición
como varón:
toreaba
fuera de cacho,
no se apretaba
los machos,
ni se gustaba,
ni se cruzaba,
ni paraba,
ni mandaba,
ni templaba,
ni remataba
faena
y no le daba
a su nena
la alegría
macarena
que el cuerpo de esa morena
sin alma necesitaba.
 
Conque una noche
que no quisimos ir retrasando más
pasó lo que sabíamos
que iba a pasar...
 
Dejando el coche,
camina que te camina,
más que felices
tirándole a las perdices
sin carabina,
yo pensé: “... Y ¿por qué no?”.
Y ella, muerta
de risa,
dejando abierta la veda
de su camisa
de seda:
“¡Date prisa,
(me apuro)
que queda
sólo un botón...!”.
 
¡Ay, Calixto, ay, Calixto:
quién te ha visto y quién te ve!
¡Ay, Calixto: qué conflicto,
por culpa de una mujer!
 
Lo violento
fue que, en pleno
ayuntamiento
carnal,
llegó el bueno
de Calixto
con los ojos como faros
y, al vernos con tal
descaro
de cúbito
horizontal
pasarnos al grupo mixto,
armó la de Dios es Cristo
antes de echarse a llorar
y terminar
con su vida de un disparo
mortal de necesidad.
 
Me hubiera dado
lo mismo
arrastrar el sambenito
de un sótano
en el abismo
si el cuerpazo del delito
de la chiquilla
que sale en mis pesadillas
de enamorado
hubiera estado
a mi lado.
 
Pero apenas enterrado
y caliente
aún el cadáver
del marido,
cerró el pasado
con llave,
buscó un pendiente
perdido
por los bolsillos
de mi chaqueta,
guardó el cepillo
de dientes
en su maleta
“Vuitton”
y se libró de mi asedio
poniendo tierra por medio
entre su tedio y mi fuego,
entre mi siempre y su luego,
entre su ego y mi yo.
 
¡Ay, Calixto, ay, Calixto:
quién te ha visto y quién te ve!
¡Tú, que eras tan listo
cuando te hablaban de usted!
 
¡Ay, Calixto, ay Calixto,
la sonrisa del PP:
te echaron del grupo mixto,
te quitaron el carné!
 
Rodé como el peor de los trotamundos
por un submundo
de yonquis y de busconas
hasta que,
un siglo después,
cuando las olimpiadas de Barcelona,
en la estación del metro de Urquinaona
choqué con una persona
y se le cayó un pendiente
que yo conocía muy bien.
Se lo alcancé torpemente
y cuando ella, indiferente,
dijo “Thank you”,
la miré...
Y sí, seguía siendo tan bella
que sólo podía ser ella:
la mujer
que yo quería,
por la que me consumía,
a la que tanto busqué...
Y, sin embargo, aquel día
—no me pregunten por qué—
ni siquiera la llamé.
Puede parecerles tonto
pero, de pronto,
no la vi tan diferente,
confundida con la gente
que, impaciente,
en el andén
una mañana cualquiera
de un lunes de primavera
estaba esperando el tren,
estaba esperando el tren...
Preferido o celebrado por...
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