Lo nuestro duró
lo que duran dos peces de hielo
en un whisky on the rocks.
En vez de fingir
o estrellarme una copa de celos,
le dio por reír.
De pronto me vi
como un perro de nadie ladrando
a las puertas del cielo.
Me dejó un neceser con agravios,
la miel en los labios
y escarcha en el pelo.
Tenían razón
mis amantes en eso de que antes
el malo era yo.
Con una excepción,
esta vez yo quería quererla querer
y ella no.
Así que se fue.
Me dejó el corazón en los huesos
y yo de rodillas.
Desde el taxi, y haciendo un exceso,
me tiró dos besos,
uno por mejilla.
Y regresé
a la maldición del cajón sin su ropa,
a la perdición de los bares de copas,
a las cenicientas, de saldo y esquina,
y por esas ventas del fino La Ina,
pagando las cuentas de gente sin alma
que pierde la calma con la cocaína.
Volviéndome loco,
derrochando la bolsa y la vida
la fui poco a poco dando por perdida.
Y eso que yo
para no agobiar con flores a María,
para no asediarla con mi antología
de sábanas frías y alcobas vacías,
para no comprarla con bisutería
ni ser el fantoche que va en romería
con la cofradía del Santo Reproche,
tanto la quería
que tardé en aprender a olvidarla
19 días y 500 noches.
Dijo hola y adiós,
Y el portazo sonó como un signo
de interrogación.
Sospecho que así
se vengaba a través del olvido
Cupido de mí.
No, no pido perdón.
¿Para qué?, si me va a perdonar
porque ya no le importa.
Siempre tuvo la frente muy alta,
la lengua muy larga,
y la falda muy corta.
Me abandonó
como se abandonan los zapatos viejos.
Destrozó el cristal de mis gafas de lejos,
sacó del espejo su vivo retrato
y fui tan torero por los callejones
del juego y el vino, que ayer el portero
me echó del casino de Torrelodones.
Qué pena tan grande.
Negaría el Santo Sacramento
en el mismo momento que ella me lo mande.