Miguel Hernández

El último rincón

El último y el primero:
rincón para el sol más grande,
sepultura de esta vida
donde tus ojos no caben.
 
Allí quisiera tenderme
para desenamorarme.
 
Por el olivo lo quiero,
lo persigo por la calle,
se sume por los rincones
donde se sumen los árboles.
 
Se ahonda y hace más honda
la intensidad de mi sangre.
 
Los olivos moribundos
florecen en todo el aire
y los muchachos se quedan
cercanos y agonizantes.
 
Carne de mi movimiento,
huesos de ritmos mortales:
me muero por respirar
sobre vuestros ademanes.
 
Corazón que entre dos piedras
ansiosas de machacarte,
de tanto querer te ahogas
como un mar entre dos mares.
De tanto querer me ahogo,
y no me es posible ahogarme.
 
Beso que viene rodando
desde el principio del mundo
a mi boca por tus labios.
Beso que va a un porvenir,
boca como un doble astro
que entre los astros palpita
por tantos besos parados,
por tantas bocas cerradas
sin un beso solitario.
 
¿Qué hice para que pusieran
a mi vida tanta cárcel?
 
Tu pelo donde lo negro
ha sufrido las edades
de la negrura más firme,
y la más emocionante:
tu secular pelo negro
recorro hasta remontarme
a la negrura primera
de tus ojos y tus padres,
al rincón de pelo denso
donde relampagueaste.
 
Como un rincón solitario
allí el hombre brota y arde.
 
Ay, el rincón de tu vientre;
el callejón de tu carne:
el callejón sin salida
donde agonicé una tarde.
 
La pólvora y el amor
marchan sobre las ciudades
deslumbrando, removiendo
la población de la sangre.
 
El naranjo sabe a vida
y el olivo a tiempo sabe.
Y entre el clamor de los dos
mis pasiones se debaten.
 
El último y el primero:
rincón donde algún cadáver
siente el arrullo del mundo
de los amorosos cauces.
 
Siesta que ha entenebrecido
el sol de las humedades.
 
Allí quisiera tenderme
para desenamorarme.
 
Después del amor, la tierra.
Después de la tierra, nadie.
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