Julio Zaldumbide Gangotena

La noche

¡Oh noche! ¡Oh madre de la luz! Ahora
tú reinas en los ámbitos del cielo;
lejos huyó la luz deslumbradora,
cayó el rumor que levantaba el día,
y en tu regazo inmóvil duerme el mundo.
 
 
En el silencio general profundo,
ni se ve ni se siente el sordo vuelo
de tus calladas horas. Honda calma
reina doquiera, y dentro de mi alma.
Y ¡qué insólita calma! Noche pía,
tú me la infundes por la vez primera,
yo en otro tiempo al bullicioso día,
perseguido de insomnios, le imploraba
que te usurpase el mando de la esfera.
Yo en su bullicio mi dolor ahogaba,
y en su inquietud mis penas aturdía;
mas en tu muda soledad me hallaba
a solas con mi triste compañera,
la fiel tristeza; y me donaba el sueño
su deseado olvido y su beleño.
 
 
La paz ahora envías a mi seno,
y mis insomnes penas adormeces;
plácenme ya tus sombras, tu sereno
imperio en el espacio de astros lleno.
Ahora te bendigo, ¡noche augusta!
Ya el tardo vuelo de tus graves horas
no más maldecirá mi boca injusta;
no iré a turbar tu plácido reposo,
ni a lastimar tu adormitado oído,
rompiendo tu silencio majestuoso
por entregar pesares al olvido
en bullente festín o impura orgía,
de tu quietud profanación impía.
 
 
Más noble ocupación, más digno empleo
daré a tus horas de silencio y calma.
Los innúmeros astros que en ti veo,
las bóvedas del cielo majestuosas,
páginas son en que asombrado leo
y aprendo ahora sobrehumanas cosas;
en las alas del éxtasis mi alma
arrebatada va de mundo en mundo:
vuela, sube, desciende, vaga, gira
y mide la magnífica estructura
del universo; y reverente admira
en concierto inmortal, maravilloso
con que los astros rompen esa pura
región del cielo en giro luminoso.
 
 
Esta quietud universal, profunda,
el vago horror de las calladas sombras,
la muchedumbre de astros infinita
que del cielo los ámbitos inunda;
dentro infunden del alma que medita
dulce contemplación. El firmamento
es un libro de arcanos do se aprende
la ciencia de las ciencias, libro santo
abierto sólo al noble pensamiento
que a buscar la verdad su antorcha enciende,
que a las regiones de la luz se lanza,
y en pos de aquellos mundos vuela tanto
que al más remoto en raudo vuelo alcanza.
 
 
¡Oh, qué bajo, mezquino y miserable
noto este mundo lóbrego en que habito,
cuando miro la suma innumerable,
y en la grandeza y número medito
de esos mundos de luz! ¡Cuánto disuena,
este que el hombre mueve vano estruendo,
en la música aérea y armonía
con que del viento en la región serena
giran los otros orbes, dividiendo
en sempiterno revolver las horas
entre la noche y el brillante día!
 
 
¡Cuántos soles allá con su luz pura
los senos del espacio iluminando!
¡Ay, pero aquí... qué noche tan oscura!
¡Qué inmensidad y qué magnificencia
miro allá desplegarse anonadando
la oscura y vanidosa
humana
ciencia!
¡Qué pequeñez aquí; y a la par, cuánto
de afán, tumulto, estruendo y turbulencia!
Dos elementos sin cesar se agitan
debajo las estrellas silenciosas:
la humanidad y el océano; el mundo
les viene estrecho; airados se impacientan,
y traspasar sus límites intentan;
al abismo sus ondas precipitan,
hasta el cenit las alzan vanidosos;
mas por rocas eternas quebrantadas
en vana espuma sin cesar revientan.
¡Tanto tumulto en tan pequeño mundo!
¡Tanta soberbia en tan humilde estado!
¡Qué alzarse desde el suelo tan profundo!
¡Qué ambicionar desde tan bajo grado!...
Hombre insensato, alza los ojos, mira
al estrellado, augusto firmamento;
cuenta sus astros, su extensión mensura,
y dime si tu orgullo es más que viento;
más que hinchazón soberbia tu arrogancia,
tu impotente ambición más que locura,
y todo tu saber más que ignorancia.
Pon el oído, a ese lenguaje atiende,
mudo, pero elocuente de los cielos.
En él la voz de la verdad desciende,
y esa voz rompe los oscuros velos
que ofuscan tu razón, la nube ahuyenta
de tus pasiones, y a la luz radiante
de esas celestes lámparas, que alumbran
del espacio los senos más profundos,
el universo entero se presenta
a tus pasmados ojos, te deslumbra,
se postra ante él tu orgullo confundido,
y te miras un átomo, habitante
del más oscuro mundo de los mundos,
en la infinita inmensidad perdido...
 
Mira a lo alto otra vez, observa el giro
interminable, eterno, que los astros
por caminos celestes de zafiro
hacen dejando luminosos rastros.
Allá la eternidad pasma tu mente.
Vuelve ahora los ojos a este suelo,
y abate humilde la orgullosa frente,
mira la corta senda oscura y triste
que te aparta la tumba de la cuna,
y observa con qué raudo y presto vuelo,
y a costa de qué penas, de la una
a la otra vas... Aquí tus ojos hiere
la fatal brevedad de lo que existe
en tu vida y con ella fugaz muere.
¡Oh, qué contraste doloroso al alma
salta ahora a mis ojos, imprevisto!
¡Estrellas inmutables, silenciosas,
gloria inmortal y luz del firmamento,
cuántos desde el principio de las cosas,
pueblos, generaciones habéis visto
nacer, crecer, morir y sucederse
como las olas de la mar, sin cuento!
La tierra con sus pasos agitaron,
su hirviente muchedumbre llenó el mundo;
y en el tiempo veloz se disiparon,
cual leve polvo al impetuoso viento...
 
Todas, todas han ya desparecido,
y otras y otras vendrán innumerables;
vendrán, y se hundirán en el inmenso
y silencioso abismo del olvido,
que lo devora todo y no se colma.
Y vosotros, en tanto, los profundos,
los más remotos cielos inmutables
seguís con igual luz iluminando,
que en el día primero de los mundos.
Extrañas a la muerte de los hombres,
extrañas aun a su vivir y nombres,
cual lámparas eternas y divinas
el horrendo espectáculo alumbrando
de tantas y tan míseras ruïnas.
 
¡Qué vanas son las cosas de la vida
vistas así, a la luz de las estrellas,
a la luz de lo estable y lo infinito!
¡Cuánto más vanos, ay, los hombres que ellas!
¡Placeres que del mundo sois las flores,
cual las flores vivís un fugaz día!
¡Glorias que sois del mundo la grandeza,
sueños sois del orgullo engañadores!...
¡Oh!, ved al hombre; ved a este orgulloso
rey del vasto universo: juzga el mundo
su trono; el encumbrado firmamento,
de su trono el dosel esplendoroso.
Son la gloria y la ciencia sus blasones,
y los escudos son de su nobleza:
Gloria y ciencia es el título que pone
el regio cetro en su potente mano,
la corona del mundo en su cabeza...
¿Y qué cosa es su ciencia, y qué su gloria?
Su ciencia es débil luz que alumbra en vano
oscuras sombras que a romper no alcanza,
y muestra un caos de tinieblas lleno,
de tinieblas más densas que no tuvo
el ciego Erebo en su más hondo seno.
Su gloria... ¿qué es la gloria de los hombres?
Allá se lo pregunta a las estrellas,
ellas te lo dirán: la fama en ellas
con eterno buril graba los nombres
de los mortales dignos de memoria...
 
Misterioso silencio es su respuesta...
Mas ¿qué te importa a ti? ¿Qué mayor gloria
que el ser para ti sólo hecha y compuesta
esta asombrosa máquina de mundos?
Tuya es la creación, rey soberano:
la tierra es tu palacio; ignoras dónde
de tu dominio el término se esconde;
tuyo es el universo, alza la frente
espacia tus miradas orgullosas
por el vasto, encumbrado firmamento;
las estrellas que ves esplendorosas,
las que ver no te es dado, y las que en vano
pretendiera alcanzar tu pensamiento,
súbditos son de tu potente imperio,
tu ley gobierna su ordenado giro,
brillan para tu bien. El rayo ardiente
que el cielo airado sobre ti fulmina,
el mal granizo que tus campos daña,
los vientos que en los mares te sepultan,
el volcán que tus obras arruina,
parece, sí, que tu poder insultan,
mas son para tu bien; y su guadaña,
¡oh feliz colmo de felice suerte!,
para tu mismo bien blande la muerte...

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