—Quiero una Tota, digo, a la hora del almuerzo y Julito se apresura a corregirme:
—No se dice Tota, papá se dice ko—ka—ko—la.
—Bueno, quiero una Coca Cola.
A los tres años y medio, Julito aprende nuestro idioma después de habernos enseñado el suyo. Y su facultad de aprender es mayor que la nuestra de olvidar. Son muchas las voces que nos ha dado y de las cuales no podemos deshacernos.
—Compra unos pipis, le digo a mi mujer al entrar al cine, y Julito me reprende: “papá, son palomitas”.
Nos ha enseñado a gustar de las películas de vaqueros y las aventuras de Tarzán. Y nos llama la atención sobre las avipas, las hormigas y los saltamontes.
¡Cuántas cosas no le debemos a Julito! Sobre todo este espíritu que aprende a recrearse de nuevo en las cosas simples.
Recuerdo su primera impresión de la muerte. Fue frente a un conejito que murió a los dos días de estar en casa. Julito me lo rajo de las patitas, tieso, como un trocito de madera.
—No se mueve, papá, está muy feo.
—¿Lo tiramos a la basura?
—Sí, tíralo, está feo.
Y no creo que nadie diga nada mejor acerca de la muerte. Ni de la vida.
De Poemas sueltos