I
Mi hora vendrá,
hará una seña en la escalera
y subirá a mi cuarto
donde arderá la estufa;
si en Londres,
estará el té dispuesto para ella;
si en Moscú,
tendrá todos los metros de mi casa
frente a la plaza de Smolensk.
Mi hora vendrá
(mi sola hora de gloria)
se asomará a la puerta,
y al mirarme dormido
cerca de la ventana de cristales
por donde puedo ver
el puente Borodino,
echará su elemento
entre mis ojos raros
y no sentiré el peso
como si me tocara
un ala en pleno vuelo.
Mi hora vendrá
me llamará despacio
con el zurrido ajeno
de las bocas que han dicho
mi nombre en todas partes,
de las bocas hundidas
en aquel sótano de Lyons,
de las bocas cansadas
de un barrio de New York,
de mi boca de niño
desenredando el nombre
sombrío de las cosas.
Pero sé que vendrá.
Lo mismo que una madre.
Se sentará a mi lado,
ciñéndose la falda con la mano huesuda,
el seno breve
se agitará de prisa para decirme:
“Todos los trenes que esperaba,
se retrasaron tanto,
niño mío...”
Y estará fatigada
(siempre se está después de un largo viaje)
y buscará
(debajo de mis gafas nubladas)
la víspera asombrosa
de verla vieja y niña.
Entonces
todas las casas que conozco
serán su única casa,
todas las furias de mi vida
serán su única furia,
todos los miedos de mi madre
serán su único miedo,
todos los cuerpos que he deseado
serán su único cuerpo,
todas las hambres que he sufrido
serán su única hambre.
Y yo estaré callado
para que no descubra
el sobresalto de mi piel
atenta al ruido de su paso.
II
Te esperaré,
hora mía entre todas las horas de la tierra.
No habrá sueño o fatiga
que depongan el párpado entreabierto.
De espiar tu señal
siempre ha dolido mi ojo en vela.
Ahora espero de ti mis proezas, mis magias.
Como bajo la carpa de los circos,
del trapecio más alto
cuelga tú mi cabeza ardiente y elegida.
Como en las noches de Noruega
dora al fin mi vestigio de tu lumbre más alta.
Soy el viajero que va al Sur,
descúbreme, cantando, la tierra de tu paso.
Este es el centro del invierno,
cúbreme ya de todo el fuego.
Haz que mis libros tengan
tu fuerza y mi vehemencia. Di al mundo:
“amó, luchó”.
Arráncame la costra impersonal.
Redúceme, aterido,
entre tus manos diestras.
Que de algún modo sepan
que no todo fue inútil,
que tuvieron sentido mi impaciencia,
mi canto.