Nicolás Guillén

Sputnik 57

Alta noche en el Cielo... Sosegado,
como quien vive (y con razón) contento,
sin futuro, presente ni pasado
y en blanco el pensamiento,
duerme Dios en su nube,
situada en lo mejor del Firmamento:
lecho desmesurado,
cama imperial y al mismo tiempo trono,
hecho de lapislázuli dorado,
con adornos de nácar, humo y viento.
Huele a jazmín eléctrico y a ozono.
Del abismo terrestre
el eco amortiguado
confuso y vago sube,
pues filtra, cataloga, desmenuza
todo ruido indiscreto
un gran querube armado,
aunque por regla celestial no es lícito
(y aun se tiene por falta de respeto)
que ande armado un querube.
Ni suaves oraciones,
como puros, blanquísimos pichones
del Espíritu Santo,
ni dobles de campana,
de esos que vuelan dulces
de la parroquia mínima,
disueltos en la brisa ciudadana,
o los más poderosos
de las iglesias ricas, las de piedra,
góticas medievales catedrales,
con obispos ociosos,
con obispos golosos y orquestales.
Ni misas, ni sonrisas,
ni ruegos, procesiones y rosarios,
ni siquiera una nota
del órgano profundo,
ni una expresión devota
del millón que escuchamos cada día
brotar del seco corazón del mundo:
nada se arrastra o aleteando sube
hasta el trono de Dios, quien sosegado
duerme en su enorme nube,
mientras le cuida el sueño un gran querube,
un gran querube armado.
 
Veloces los cometas matemáticos
pasan rubios, en ondas sucesivas;
las estrellas monóculas
brillan suspensas en el techo ingrávido;
piafan, caracolean
finos planetas de color oscuro
y en el éter patean
y polvo elevan con el casco puro.
¡Qué fastidio inmortal! Eternamente
Venus en su sayal de lumbre baja,
Aldebarán con su camisa roja,
la Luna a veces queso, otras navaja;
los niños asteroides
y sus viejas nodrizas;
el Sol redondo y bonachón, cenizas
de otros mundos, etcétera.
Es decir, todo el denso
paravent estelar, el toldo inmenso
tras el cual duerme Dios en una nube,
apacible y confiado,
mientras le cuida el sueño un gran querube,
un gran querube armado.
 
Hasta que Dios despierta... Con mirada
seca, de un golpe rápido recorre
su vasto imperio. Cuenta las estrellas,
revisa los planetas y asustada
la voz pregunta al vigilante angélico:
—¿No habéis notado nada?
He sentido un pequeño
sacudimiento celestial, un leve
chasquido en medio de la augusta niebla
de mi profundo sueño.
—¡Oh, Dios, Oh, Padre, Oh, Justo! ¡Pura Causa
de la Vida Inmortal! –gimió el querube–,
he visto de aquel astro
(y aquí el querube señaló en la Tierra
el país de granito y esperanza
donde el Kremlin sus álgidos rubíes
sostiene en graves torres),
he visto de aquel astro
una estrella partir. Su rastro breve
era sonoro y fino. Todavía
viaja, está allí. Con encendidas puntas
deja en la noche una impecable estría.
Volvió la vista Dios hacia la zona
donde el globo mecánico
se mueve en que vivimos,
con su nívea corona,
con sus gordos racimos,
el aire (un poco) de sensual matrona.
La Luna, en un sudario de sonetos,
convencional y pálida moría
como siempre. Y huyendo de la Luna,
recién nacida eufórica,
otra luna corriendo se veía.
Dios contempló indeciso
aquel punto brillante,
aquel astro insumiso,
que se metió en el Cielo sin permiso,
y cabizbajo se quedó un instante.
(Un instante de Dios, como se sabe,
es un milenio para el hombre, atado
a los minutos mínimos, al tiempo
que en la clepsidra cae...) De manera
que Dios aún permanece
silencioso, sentado
en su imponente nube,
donde vela impasible un gran querube,
un gran querube armado.
 
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EN VEZ DE ASESINATOS Y CANCIONES,
EL DISCURSO DE UN SABIO MELANCÓLICO
QUE PROMETE LA LUNA A FIN DE AÑO
Y LOS VIAJES A HÉRCULES
DENTRO DE DOS, Y UN BAÑO
DE SOL, NO YA EN LA PLAYA
SINO EN EL SOL...
Un vasto griterío
(griterío en inglés) estalla y sube
como una nube inmensa hasta la nube
donde está Dios sentado
con un querube al lado, un gran querube,
un gran querube armado.
 
¡Oh, Mapamundi, gracia de la escuela!
Cuando en el aula pura
de mi niñez veía
girando tu redonda geografía
pintada de limón y de canela,
reo en una prisión alta y oscura
irremediablemente me sentía.
¿Cómo rasgar un día
de aquella jaula hermética
el sello azul y al cielo interminable
salir donde los astros son ya música
y el cuerpo sombra vagarosa y leve?
¡Qué miedo insuperable!
Acaso Dios con su bocina ronca,
desde sus barbas de revuelta nieve,
iba a tronar en un gran trueno, justo
como todos sus truenos. O en la roja
atmósfera en que el Diablo precipita
hirviente azufre, hundir al desdichado
—propicio leño a la infernal candela—
que imaginó en su fiebre
romper el equilibrio ponderado
del Mapamundi, gracia de la escuela.
 
Pero Dios no lo supo,
ni el Diablo se enteró. Titán en vela,
el hombre augusto, el denso
mortal que arde y fornica,
que repta a veces y que a veces vuela,
el hombre soberano y cotidiano,
que come, suda, llora, enferma, ríe,
el que te da la mano
en la calle y te dice «¡Qué buen tiempo!»
o «¡Es duro este verano!» Tu cercano,
tu próximo, tu hermano,
deshizo la clausura,
rompió el sello celeste
que como techo astral el mundo había,
y se lanzó a la noche inmensa y pura.
 
Llenad la copa del amor, vacía.
Mezclad, mezclemos risas y alcoholes,
sangres, suspiros, huesos,
corazones y besos,
relámpagos y soles.
Suba el terrestre brindis
por la paz, por la vida,
y si queréis, mientras el brindis sube,
recordad que aún reposa sosegado,
recordad que aún reposa
Dios en su inmensa nube,
con un querube al lado, un gran querube,
un gran querube armado.
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