Hermana de Faetón, verde el cabello,
Les ofrece el que, joven ya gallardo,
De flexuosas mimbres garbín pardo
Tosco le ha encordonado, pero bello.
Lo más liso trepó, lo más sublime
Venció su agilidad, y artificiosa
Tejió en sus ramas inconstantes nidos,
Donde celosa arrulla y ronca gime
La ave lasciva de la cipria diosa.
Mástiles coronó menos crecido
Gavia no tan capaz: extraño todo,
El designio, la fábrica y el modo.
A pocos pasos le admiró no menos
Montecillo, las sienes laureado,
Traviesos despidiendo moradores
De sus confusos senos,
Conejuelos, que, el viento consultado,
Salieron retozando a pisar flores:
El más tímido, al fin, más ignorante
Del plomo fulminante.
Cóncavo fresno —a quien gracioso indulto
De su caduco natural permite
Que a la encina vivaz robusto imite
y hueco exceda al alcornoque inculto—
Verde era pompa de un vallete oculto,
Cuando frondoso alcázar no, de aquella,
Que sin corona vuela y sin espada,
Susurrante amazona, Dido alada,
De ejército más casto, de más bella
República, ceñida, en vez de muros,
De cortezas; en esta, pues, Cartago
Reina la abeja, oro brillando vago,
O el jugo beba de los aires puros,
O el sudor de los cielos, cuando liba
De las mudas estrellas la saliva;
Burgo eran suyo el tronco informe, el breve
Corcho, y moradas pobres sus vacíos,
Del que más solicita los desvíos
De la isla, plebeyo enjambre leve.
Llegaron luego donde al mar se atreve,
Si promontorio no, un cerro elevado,
De cabras estrellado,
Iguales, aunque pocas,
A la que —imagen décima del cielo—
Flores su cuerno es, rayos su pelo.
«Éstas, dijo el isleño venerable,
Y aquéllas que, pendientes de las rocas,
Tres o cuatro desean para ciento
—Redil las ondas y pastor el viento—
Libres discurren, su nocivo diente
Paz hecha con las plantas inviolable».
Estimado seguía el peregrino
Al venerable isleño,
De muchos pocos numeroso dueño,
Cuando los suyos enfrenó de un pino
El pie villano, que groseramente
Los cristales pisaba de una fuente.
Ella, pues, sierpe y sierpe al fin pisada
—Aljófar vomitando fugitivo
En lugar de veneno—,
Torcida esconde, ya que no enroscada,
Las flores, que de un parto dio lascivo
Aura fecunda al matizado seno
Del huerto, en cuyos troncos se desata
De las escamas que vistió de plata.
Seis chopos, de seis yedras abrazados,
Tirsos eran del griego dios, nacido
Segunda vez, que en pámpanos desmiente
Los cuernos de su frente;
Y cual mancebos tejen anudados,
Festivos corros en alegre ejido,
Coronan ellos el encanecido
Suelo de lilios, que en fragantes copos
Nevó el mayo, a pesar de los seis chopos.
Este sitio las bellas seis hermanas
Escogen, agraviando
En breve espacio mucha primavera
Con las mesas, cortezas ya livianas
Del árbol que ofreció a la edad primera
Duro alimento, pero sueño blando.
Nieve hilada, y por sus manos bellas
Caseramente a telas reducida,
Manteles blancos fueron.
Sentados, pues, sin ceremonias, ellas
En torneado fresno la comida
Con silencio sirvieron.
Rompida el agua en las menudas piedras,
Cristalina sonante era tïorba,
Y las confusamente acordes aves
Entre las verdes roscas de las yedras
Muchas eran, y muchas veces nueve
Aladas musas, que —de pluma leve
Engañada su oculta lira corva—
Metros inciertos sí, pero suaves,
En idïomas cantan diferentes;
Mientras cenando en pórfidos lucientes,
Lisonjean apenas
Al Júpiter marino tres sirenas.
Comieron, pues, y rudamente dadas
Gracias el pescador a la divina
Próvida mano, «¡Oh bien vividos años!
¡Oh canas —dijo el huésped—no peinadas
Con boj dentado o con rayada espina,
Sino con verdaderos desengaños!
Pisad dichoso esta esmeralda bruta,
En mármol engastada siermpre undoso,
Jubilando la red en los que os restan
Felices años, y la humedecida
O poco rato enjuta
Próxima arena de esa opuesta playa,
La remota Cambaya
Sea de hoy más a vuestro leño ocioso;
Y el mar que os la divide, cuanto cuestan
Océano importuno
A las Quinas —del viento aun veneradas—
Sus ardientes veneros,
Su esfera lapidosa de luceros.
Del pobre albergue a la barquilla pobre
Geómetra prudente el orbe mida
Vuestra planta, impedida
—Si de púrpuras conchas, no istriadas—
De trágicas ruinas de alto robre,
Que —el tridente acusando de Neptuno—
Menos quizá dio astillas
Que ejemplos de dolor a estas orillas».
«Días ha muchos, oh mancebo —dijo
El pescador anciano—,
Que en el uno cedí y el otro hermano
El duro remo, el cáñamo prolijo;
Muchos ha dulces días
Que cisnes me recuerdan a la hora
Que huyendo la Aurora
Las canas de Titón, halla las mías,
A pesar de mi edad, no en la alta cumbre
De aquel morro difícil, cuyas rocas
Tarde o nunca pisaron cabras pocas,
Y milano venció con pesadumbre,
Sino desotro escollo al mar pendiente;
De donde ese teatro de Fortuna
Descubro, ese voraz, ese profundo
Campo ya de sepulcros, que, sediento,
Cuanto, en vasos de abeto, nuevo mundo
—Tributos digo américos—se bebe
En túmulos de espuma paga breve.
Bárbaro observador, mas diligente,
De las inciertas formas de la Luna,
A cada conjunción su pesquería,
Y a cada pesquería su instrumento
—Más o menos nudoso—atribuido,
Mis hijos dos en un batel despido,
Que, el mar cribando en redes no comunes,
Vieras intempestivos algún día
—Entre un vulgo nadante, digno apenas
De escama, cuanto más de nombre—atunes
Vomitar hondas y azotar arenas.
»Tal vez desde los muros destas rocas
Cazar a Tetis veo
Y pescar a Diana en dos barquillas;
Náuticas venatorias maravillas
De mis hijas oirás, ambiguo coro,
Menos de aljaba que de red armado,
De cuyo, si no alado,
Arpón vibrante, supo mal Proteo
En globos de agua redimir sus focas.
»Torpe la más veloz, marino toro,
Torpe, mas toro al fin, que el mar violado
De la púrpura viendo de sus venas
Bufando mide el campo de las ondas
Con la animosa cuerda, que prolija
Al hierro sigue que en la foca huye,
O grutas ya la privilegien hondas,
O escollos desta isla divididos:
Laquesis nueva mi gallarda hija,
Si Cloto no de la escamada fiera,
Ya hila, ya devana su carrera,
Cuando desatinada pide, o cuando
Vencida restituye
Los términos de cáñamo pedidos.
»Rindióse al fin la bestia, y las almenas
De las sublimes rocas salpicando,
Las peñas embistió peña escamada,
En ríos de agua y sangre desatada.
»Éfire luego —la que en el torcido
Luciente nácar te sirvió no poca
Risueña parte de la dulce fuente—
De Filódoces émula valiente,
Cuya asta breve desangró la foca,
El cabello en estambre azul cogido
—Celoso alcaide de sus trenzas de oro—
El segundo bajel se engolfó sola.
»¡Cuántas voces le di! ¡Cuántas en vano
Tiernas derramé lágrimas, temiendo,
No al fiero tiburón, verdugo horrendo
Del náufrago ambicioso mercadante,
Ni al otro cuyo nombre
Espada es tantas veces esgrimida
Contra mis redes ya, contra mi vida;
Sino algún siempre verde, siempre cano
Sátiro de las aguas, petulante
Violador del virginal decoro,
Marino dios, que, el vulto feroz hombre,
Corvo es delfín la cola.
»Sorda a mis voces, pues, ciega a mi llanto,
Abrazado, si bien de fácil cuerda,
Un plomo fió grave a un corcho leve;
Que algunas veces despedido cuanto
—Penda o nade—la vista no le pierda,
El golpe solicita, el bulto mueve
Prodigïosos moradores ciento
Del líquido elemento.
»Láminas uno de viscoso acero
—Rebelde aun al diamante—el duro lomo
Hasta el luciente bipartido extremo
De la cola vestido,
Solicitado sale del ruido;
Y al cebarse en el cómplice ligero
Del suspendido plomo,
Éfire, en cuya mano al flaco remo
Un fuerte dardo había sucedido,
De la mano a las ondas gemir hizo
El aire con el fresno arrojadizo;
De las ondas al pez, con vuelo mudo,
Deidad dirigió amante el hierro agudo:
Entre una y otra lámina, salida
La sangre halló por do la muerte entrada.