Estas que me dictó, rimas sonoras,
Culta sí aunque bucólica Talía,
Oh excelso Conde, en las purpúreas horas
Que es rosas la alba y rosicler el día,
Ahora que de luz tu niebla doras,
Escucha, al son de la zampoña mía,
Si ya los muros no te ven de Huelva
Peinar el viento, fatigar la selva.
Templado pula en la maestra mano
El generoso pájaro su pluma,
O tan mudo en la alcándara, que en vano
Aun desmentir el cascabel presuma;
Tascando haga el freno de oro cano
Del caballo andaluz la ociosa espuma;
Gima el lebrel en el cordón de seda,
Y al cuerno al fin la cítara suceda.
Treguas al ejercicio sean robusto,
Ocio atento, silencio dulce, en cuanto
Debajo escuchas de dosel augusto
Del músico jayán el fiero canto.
Alterna con las Musas hoy el gusto,
Que si la mía puede ofrecer tanto
Clarín —y de la Fama no segundo—,
Tu nombre oirán los términos del mundo.
I
Donde espumoso el mar sicilïano
El pie argenta de plata al Lilibeo,
Bóveda o de las fraguas de Vulcano
O tumba de los huesos de Tifeo,
Pálidas señas cenizoso un llano,
Cuando no del sacrílego deseo,
Del duro oficio da. Allí una alta roca
Mordaza es a una gruta de su boca.
Guarnición tosca de este escollo duro
Troncos robustos son, a cuya greña
Menos luz debe, menos aire puro
La caverna profunda, que a la peña;
Caliginoso lecho, el seno obscuro
Ser de la negra noche nos lo enseña
Infame turba de nocturnas aves,
Gimiendo tristes y volando graves.
De este, pues, formidable de la tierra
Bostezo, el melancólico vacío
A Polifemo, horror de aquella sierra,
Bárbara choza es, albergue umbrío
Y redil espacioso donde encierra
Cuanto las cumbres ásperas cabrío,
De los montes esconde: copia bella
Que un silbo junta y un peñasco sella.
Un monte era de miembros eminente
Este que —de Neptuno hijo fiero—
De un ojo ilustra el orbe de su frente,
Émulo casi del mayor lucero;
Cíclope a quien el pino más valiente
Bastón le obedecía tan ligero,
Y al grave peso junco tan delgado,
Que un día era bastón y otro cayado.
Negro el cabello, imitador undoso
De las oscuras aguas del Leteo,
Al viento que lo peina proceloso
Vuela sin orden, pende sin aseo;
Un torrente es su barba, impetuoso
Que —adusto hijo de este Pirineo—
Su pecho inunda—o tarde, o mal, o en vano
Surcada aun de los dedos de su mano.
No la Trinacria en sus montañas, fiera
Armó de crueldad, calzó de viento,
Que redima feroz, salve ligera
Su piel manchada de colores ciento:
Pellico es ya la que en los bosques era
Mortal horror al que con paso lento
Los bueyes a su albergue reducía,
Pisando la dudosa luz del día.
Cercado es, cuando más capaz más lleno,
De la fruta, el zurrón, casi abortada,
Que el tardo otoño deja al blando seno
De la piadosa yerba encomendada:
La serva, a quien le da rugas el heno;
La pera, de quien fue cuna dorada,
La rubia paja y —pálida turora—
La niega avara y pródiga la dora.
Erizo es, el zurrón, de la castaña;
Y —entre el membrillo o verde o datilado—
De la manzana hipócrita, que engaña,
A lo pálido no, a lo arrebolado,
Y de la encina honor de la montaña,
Que pabellón al siglo fue dorado,
El tributo, alimento, aunque grosero,
Del mejor mundo, del candor primero.
Cera y cáñamo unió —que no debiera—
Cien cañas, cuyo bárbaro rüido,
De más ecos que unió cáñamo y cera
Albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
Rompe Tritón su caracol torcido,
Sordo huye el bajel a vela y remo:
¡Tal la música es de Polifemo!
Ninfa, de Doris hija, la más bella,
Adora, que vio el reino de la espuma.
Galatea es su nombre, y dulce en ella
El terno Venus de sus Gracias suma.
Son una y otra luminosa estrella
Lucientes ojos de su blanca pluma:
Si roca de cristal no es de Neptuno,
Pavón de Venus es, cisne de Juno.
Purpúreas rosas sobre Galatea
La Alba entre lilios cándidos deshoja:
Duda el Amor cuál más su color sea,
O púrpura nevada, o nieve roja.
De su frente la perla es, eritrea,
Émula vana. El ciego dios se enoja,
Y, condenado su esplendor, la deja
Pender en oro al nácar de su oreja.
Invidia de las ninfas, y cuidado
De cuantas honra el mar deidades, era;
Pompa del marinero niño alado
Que sin fanal conduce su venera.
Verde el cabello, el pecho no escamado,
Ronco sí, escucha a Glauco la ribera
Inducir a pisar la bella ingrata,
En carro de cristal, campos de plata.
Marino joven, las cerúleas sienes,
Del más tierno coral ciñe Palemo,
Rico de cuantos la agua engendra bienes,
Del Faro odioso al promontorio extremo;
Mas en la gracia igual, si en los desdenes
Perdonado algo más que Polifemo,
De la que, aún no le oyó, y, calzada plumas,
Tantas flores pisó como él espumas.
Huye la ninfa bella: y el marino
Amante nadador, ser bien quisiera,
Ya que no áspid a su pie divino,
Dorado pomo a su veloz carrera;
Mas, ¿cuál diente mortal, cuál metal fino
La fuga suspender podrá ligera
Que el desdén solicita? ¡Oh cuánto yerra
Delfín que sigue en agua corza en tierra!
Sicilia, en cuanto oculta, en cuanto ofrece,
Copa es de Baco, huerto de Pomona:
Tanto de frutas ésta la enriquece,
Cuanto aquél de racimos la corona.
En carro que estival trillo parece,
A sus campañas Ceres no perdona,
De cuyas siempre fértiles espigas
Las provincias de Europa son hormigas.
A Pales su viciosa cumbre debe
Lo que a Ceres, y aún más, su vega llana;
Pues si en la una granos de oro llueve,
Copos nieva en la otra mil de lana.
De cuantos siegan oro, esquilan nieve,
O en pipas guardan la exprimida grana,
Bien sea religión, bien amor sea,
Deidad, aunque sin templo, es Galatea.
Sin aras, no: que el margen donde para
Del espumoso mar su pie ligero,
Al labrador, de sus primicias ara,
De sus esquilmos es al ganadero;
De la Copia a la tierra poco avara
El cuerno vierte el hortelano, entero,
Sobre la mimbre que tejió prolija,
Si artificiosa no, su honesta hija.
Arde la juventud, y los arados
Peinan las tierras que surcaron antes,
Mal conducidos, cuando no arrastrados,
De tardos bueyes cual su dueño errantes;
Sin pastor que los silbe, los ganados
Los crujidos ignoran resonantes
De las hondas, si en vez del pastor pobre
El céfiro no silba, o cruje el robre.
Mudo la noche el can, el día dormido
De cerro en cerro y sombra en sombra yace.
Bala el ganado; al mísero balido,
Nocturno el lobo de las sombras nace.
Cébase —y fiero deja humedecido
En sangre de una lo que la otra pace.
¡Revoca, Amor, los silbos, o a su dueño,
El silencio del can siga y el sueño!
La fugitiva Ninfa en tanto, donde
Hurta un laurel su tronco al Sol ardiente,
Tantos jazmines cuanta yerba esconde
La nieve de sus miembros da una fuente.
Dulce se queja, dulce le responde
Un ruiseñor a otro, y dulcemente
Al sueño da sus ojos la armonía,
Por no abrasar con tres soles el día.
Salamandria del Sol, vestido estrellas,
Latiendo el Can del cielo estaba, cuando
—Polvo el cabello, húmidas centellas,
Si no ardientes aljófares, sudando—
Llegó Acis, y de ambas luces bellas
Dulce Occidente viendo al sueño blando,
Su boca dio, y sus ojos, cuanto pudo,
Al sonoro cristal, al cristal mudo.
Era Acis un venablo de Cupido,
De un Fauno —medio hombre, medio fiera—,
En Simetis, hermosa Ninfa, habido;
Gloria del mar, honor de su ribera.
El bello imán, el ídolo dormido,
Que acero sigue, idólatra venera,
Rico de cuanto el huerto ofrece pobre,
Rinden las vacas y fomenta el robre.
El celestial humor recién cuajado
Que la almendra guardó, entre verde y seca,
En blanca mimbre se lo puso al lado
Y un copo, en verdes juncos, de manteca;
En breve corcho, pero bien labrado,
Un rubio hijo de una encina hueca,
Dulcísimo panal, a cuya cera
Su néctar vinculó la primavera.
Caluroso, al arroyo da las manos,
Y con ellas, las ondas a su frente,
Entre dos mirtos que —de espuma canos—,
Dos verdes garzas son de la corriente.
Vagas cortinas de volantes vanos
Corrió Favonio lisonjeramente,
A la de viento, cuando no sea cama
De frescas sombras, de menuda grama.
La Ninfa, pues, la sonora plata
Bullir sintió del arroyuelo apenas,
Cuando —a los verdes márgenes ingrata—
Segur se hizo de sus azucenas.
Huyera... mas tan frío se desata
Un temor perezoso por sus venas,
Que a la precisa fuga, al presto vuelo
Grillos de nieve fue, plumas de hielo.
Fruta en mimbre halló, leche exprimida
En juncos, miel en corcho, mas sin dueño;
Si bien al dueño debe, agradecida,
Su deidad culta, venerado el sueño.
A la ausencia mil veces ofrecida,
Este de cortesía no pequeño
Indicio la dejó —aunque estatua helada—
Más discursiva y menos alterada.
No al Cíclope atribuye, no, la ofrenda;
No a Sátiro lascivo, ni a otro feo
Morador de las selvas, cuya rienda
El sueño aflija, que aflojó el deseo.
El niño dios, entonces, de la venda,
Ostentación gloriosa, alto trofeo
Quiere que al árbol de su madre sea
El desdén hasta allí de Galatea.
Entre las ramas del que más se lava
En el arroyo, mirto levantado,
Carcaj de cristal hizo, si no aljaba,
Su blanco pecho de un arpón dorado.
El monstruo de rigor, la fiera brava
Mira la ofrenda ya con más cuidado,
Y aun siente que a su dueño sea devoto,
Confuso alcaide más, el verde soto.
Llamáralo, aunque muda; mas no sabe
El nombre articular que más querría,
Ni lo ha visto; si bien pincel suave
Lo ha bosquejado ya en su fantasía.
Al pie —no tanto ya, del temor, grave—
Fía su intento; y, tímida, en la umbría
Cama de campo y campo de batalla,
Fingiendo sueño al cauto garzón halla.
El bulto vio y, haciéndolo dormido,
Librada en un pie toda sobre él pende
—Urbana al sueño, bárbara al mentido
Retórico silencio que no entiende—:
No el ave reina, así el fragoso nido
Corona inmóvil, mientras no desciende
—Rayo con plumas—al milano pollo,
Que la eminencia abriga de un escollo,
Como la Ninfa bella —compitiendo
Con el garzón dormido en cortesía—
No sólo para, mas el dulce estruendo
Del lento arroyo enmudecer querría.
A pesar luego de las ramas, viendo
Colorido el bosquejo que ya había
En su imaginación Cupldo hecho
Con el pincel que le clavó su pecho,
De sitio mejorada, atenta mira,
En la disposición robusta, aquello
Que, si por lo suave no la admira,
Es fuerza que la admire por lo bello.
Del casi tramontado Sol aspira
A los confusos rayos su cabello;
Flores su bozo es cuyas colores,
Como duerme la luz, niegan las flores.
(En la rústica greña yace oculto
El áspid del intonso prado ameno,
Antes que del peinado jardín culto
En el lascivo, regalado seno.)
En lo viril desata de su vulto
Lo más dulce el Amor de su veneno:
Bébelo Galatea, y da otro paso,
Por apurarle la ponzoña al vaso.
Acis —aún más, de aquello que dispensa
La brújula del sueño, vigilante—,
Alterada la Ninfa esté o suspensa,
Argos es siempre atento a su semblante,
Lince penetrador de lo que piensa,
Cíñalo bronce o múrelo diamante:
Que en sus Paladiones Amor ciego,
Sin romper muros introduce fuego.
El sueño de sus miembros sacudido,
Gallardo el joven la persona ostenta,
Y al marfil luego de sus pies rendido,
El coturno besar dorado intenta.
Menos ofende el rayo prevenido,
Al marinero, menos la tormenta
Prevista le turbó, o pronosticada:
Galatea lo diga, salteada.
Más agradable, y menos zahareña,
Al mancebo levanta venturoso,
Dulce ya conociéndole y risueña,
Paces no al sueño, treguas sí al reposo.
Lo cóncavo hacía de una peña
A un fresco sitial dosel umbroso,
Y verdes celosías unas yedras,
Trepando troncos y abrazando piedras.
Sobre una alfombra, que imitara en vano
El tirio sus matices —si bien era
De cuantas sedas ya hiló gusano
Y artífice tejió la Primavera—,
Reclinados, al mirto más lozano
Una y otra lasciva, si ligera,
Paloma se caló, cuyos gemidos
—Trompas de Amor—alteran sus oídos.
El ronco arrullo al joven solicita;
Mas, con desvíos Galatea suaves,
A su audacia los términos limita,
Y el aplauso al concento de las aves.
Entre las ondas y la fruta, imita
Acis al siempre ayuno en penas graves:
Que, en tanta gloria, infierno son no breve
Fugitivo cristal, pomos de nieve.
No a las palomas concedió Cupido
Juntar de sus dos picos los rubíes
Cuando al clavel el joven atrevido
Las dos hojas le chupa carmesíes.
Cuantas produce Pafo, engendra Gnido,
Negras víolas, blancos alhelíes,
Llueven sobre el que Amor quiere que sea
Tálamo de Acis y de Galatea.
II
Su aliento humo, sus relinchos fuego
—Si bien su freno espumas—ilustraba
Las columnas, Etón, que erigió el Griego,
Do el carro de la luz sus ruedas lava,
Cuando de amor el fiero jayán ciego,
La cerviz oprimió a una roca brava,
Que a la playa, de escollos no desnuda,
Linterna es ciega y atalaya muda.
Árbitro de montañas y ribera,
Aliento dio, en la cumbre de la roca,
A los albogues que agregó la cera,
El prodigioso fuelle de su boca;
La Ninfa los oyó, y ser más quisiera
Breve flor, yerba humilde y tierra poca,
Que de su nuevo tronco vid lasciva,
Muerta de amor, y de temor no viva.
Mas —cristalinos pámpanos sus brazos—
Amor la implica, si el temor la anuda,
Al infelice olmo, que pedazos
La segur de los celos hará, aguda.
Las cavernas en tanto, los ribazos
Que ha prevenido la zampoña ruda,
El trueno de la voz fulminó luego:
Referillo, Piérides, os ruego.
«¡Oh bella Galatea, más süave
Que los claveles que tronchó la aurora;
Blanca más que las plumas de aquel ave
Que dulce muere y en las aguas mora;
Igual en pompa al pájaro que, grave,
Su manto azul de tantos ojos dora
Cuantas el celestial zafiro estrellas!
¡Oh tú, que en dos incluyes las más bellas!
»Deja las ondas, deja el rubio coro
De las hijas de Tetis, y el mar vea,
Cuando niega la luz un carro de oro,
Que en dos la restituye Galatea.
Pisa la arena, que en la arena adoro
Cuantas el blanco pie conchas platea,
Cuyo bello contacto puede hacerlas,
Sin concebir rocío, parir perlas.
»Sorda hija del mar, cuyas orejas
A mis gemidos son rocas al viento:
O dormida te hurten a mis quejas
Purpúreos troncos de corales ciento,
O al disonante número de almejas
—Marino, si agradable no, instrumento—,
Coros tejiendo estés, escucha un día
Mi voz, por dulce, cuando no por mía.
»Pastor soy, mas tan rico de ganados,
Que los valles impido más vacíos,
Los cerros desparezco levantados
Y los caudales seco de los ríos;
No los que, de sus ubres desatados,
O derivados de los ojos míos,
Leche corren y lágrimas; que iguales
En número a mis bienes son mis males.
»Sudando néctar, lambicando olores,
Senos que ignora aun la golosa cabra
Corchos me guardan, más que abeja flores
Liba inquïeta, ingenïosa labra;
Troncos me ofrecen árboles mayores,
Cuyos enjambres, o el abril los abra,
O los desate el mayo, ámbar distilan,
Y en ruecas de oro rayos del Sol hilan.
»Del Júpiter soy hijo, de las ondas,
Aunque pastor; si tu desdén no espera
A que el monarca de esas grutas hondas
En trono de cristal te abrace nuera,
Polifemo te llama, no te escondas,
Que tanto esposo admira la ribera
Cual otro no vio Febo más robusto,
Del perezoso Volga al Indo adusto.
»Sentado, a la alta palma no perdona
Su dulce fruto mi robusta mano;
En pie, sombra capaz es mi persona
De innumerables cabras el verano.
¿Qué mucho, si de nubes se corona
Por igualarme la montaña en vano,
Y en los cielos, desde esta roca, puedo
Escribir mis desdichas con el dedo?
»Marítimo Alción, roca eminente
Sobre sus huevos coronaba, el día
Que espejo de zafiro fue luciente
La playa azul de la persona mía;
Miréme, y lucir vi un sol en mi frente,
Cuando en el cielo un ojo se veía:
Neutra el agua dudaba a cuál fe preste:
O al cielo humano o al cíclope celeste.
»Registra en otras puertas el venado
Sus años, su cabeza colmilluda
La fiera, cuyo cerro levantado,
De helvecias picas es muralla aguda;
La humana suya el caminante errado
Dio ya a mi cueva, de piedad desnuda,
Albergue hoy por tu causa al peregrino,
Do halló reparo, si perdió camino.
»En tablas dividida, rica nave
Besó la playa miserablemente,
De cuantas vomitó riquezas grave,
Por las bocas del Nilo el Oriente.
Yugo aquel día, y yugo bien suave,
Del fiero mar a la sañuda frente
Imponiéndole estaba, si no al viento,
Dulcísimas coyundas mi instrumento,
»Cuando, entre globos de agua, entregar veo
A las arenas ligurina haya,
En cajas los aromas del Sabeo,
En cofres las riquezas de Cambaya:
Delicias de aquel mundo, ya trofeo
De Escila, que, ostentado en nuestra playa,
Lastimoso despojo fue dos días
A las que esta montaña engendra Harpías.
»Segunda tabla a un ginovés mi gruta
De su persona fue, de su hacienda:
La una reparada, la otra enjuta,
Relación del naufragio hizo horrenda.
Luciente paga de la mejor fruta
Que en yerbas se recline, en hilos penda,
Colmillo fue del animal que el Ganges
Sufrir muros le vio, romper falanges:
»Arco, digo, gentil, bruñida aljaba,
Obras ambas de artífice prolijo,
Y de Malaco rey a deidad Java
Alto don, según ya mi huésped dijo,
De aquél la mano, de ésta el hombro agrava;
Convencida la madre, imita al hijo:
Serás a un tiempo, en estos horizontes,
Venus del mar, Cupido de los montes».
Su horrenda voz, no su dolor interno
Cabras aquí le interrumpieron, cuantas
—Vagas el pie, sacrílegas el cuerno—
A Baco se atrevieron en sus plantas.
Mas, conculcado el pámpano más tierno
Viendo el fiero pastor, voces él tantas,
Y tantas despidió la honda piedras,
Que el muro penetraron de las yedras.
De los nudos, con esto, más suaves,
Los dulces dos amantes desatados,
Por duras guijas, por espinas graves
Solicitan el mar con pies alados:
Tal redimiendo de importunas aves
Incauto meseguero sus sembrados,
De liebres dirimió copia así amiga,
Que vario sexo unió y un surco abriga.
Viendo el fiero Jayán con paso mudo
Correr al mar la fugitiva nieve
(Que a tanta vista el Líbico desnudo
Registra el campo de su adarga breve)
Y al garzón viendo, cuantas mover pudo
Celoso trueno, antiguas hayas mueve:
Tal, antes que la opaca nube rompa
Previene rayo fulminante trompa.
Con violencia desgajó infinita
La mayor punta de la excelsa roca,
Que al joven, sobre quien la precipita,
Urna es mucha, pirámide no poca.
Con lágrimas la Ninfa solicita
Las deidades del mar, que Acis invoca:
Concurren todas, y el peñasco duro
La sangre que exprimió, cristal fue puro.
Sus miembros lastimosamente opresos
Del escollo fatal fueron apenas,
Que los pies de los árboles más gruesos
Calzó el líquido aljófar de sus venas.
Corriente plata al fin sus blancos huesos,
Lamiendo flores y argentando arenas,
A Doris llega que, con llanto pío,
Yerno lo saludó, lo aclamó río.