La casa blanca de cien puertas
brilla como ascua a mediodía.
Me la topé como a la Gracia,
me saltó al cuello como niña.
La patria no me preguntaron,
la cara no me la sabían.
Me señalaron con la mano
lecho tendido, mesa tendida,
y la fiebre me conocieron
en la cabeza de ceniza.
La palma entra por las ventanas,
el pinar viene de las colinas,
el mar llega de todas partes,
regalándole Epifanía.
La tierra es fuerte como Ulises,
el mar es fiel como Nausica.
Me miran blando las que miran;
blando hablan, recto caminan.
No pesa el techo a mis espaldas,
no cae el muro a las rodillas.
El umbral fresco como el agua
y cada sala como madrina;
la hora quieta, el muro fiel,
la loza blanca, la cama pía.
Y en silla dulce descansando
las Noemíes y las Marías.
De Cataluña es la aceituna
y el frenesí del malvasía;
de Mallorca son las naranjas;
de las Provenzas, el habla fina.
Unas manos que no se ven
traen el pan de gruesa miga
y esto pasa donde se acaba
Francia y es Francia todavía...
Los días son fieles y francos
y más prieta la noche fija.
Por los patios corre, en espejos
y en regatos, la mocería.
El silencio después se raya
de unos ángeles sin mejillas,
y en el lecho la medianoche,
como un guijarro, mi cuerpo afila.
Hacía años que no paraba,
y hacía más que no dormía.
Casas en valles y en mesetas
no se llamaron casas mías.
El sueño era como las fábulas,
la posada como el Escita;
mi sosiego la presa de agua
y mis gozos la dura mina.
Pulpa de sombra de la casa
tome mi máscara en carne viva.
La pasión mía me recuerden,
la espalda mía me la sigan.
Pene en los largos corredores
un caminar de cierva herida,
y la oración, que es la Verónica,
tenga mi faz cuando la digan.
¡Volteo el ámbito que dejo,
miento el techo que me tenía,
marco escalera, beso puerta
y doy la cara a mi agonía!