Ha pasado con las rosas lo que con muchas otras plantas, que en un principio fueron plebeyas por su excesivo número y por los sitios donde se les colocara.
Nadie creyera que las rosas, hoy princesas atildadas de follaje hayan sido hechas para embellecer los caminos. Y fue así sin embargo.
Había andado Dios por la Tierra disfrazado de romero todo un caluroso día, y al volver al cielo se le oyó decir:
—¡Son muy desolados esos caminos de la pobre Tierra! El sol los castiga y he visto por ellos viajeros que enloquecían de fiebre y cabezas de bestias agobiadas. Se quejaban las bestias en su ingrato lenguaje, y los hombres blasfemaban. ¡Además, qué feos son con sus tapias terrosas y desmoronadas!
Y los caminos son sagrados, porque unen a los pueblos remotos y porque el hombre va por ellos, en el afán de la vida, henchido de esperanzas si mercader, con el alma extasiada, si peregrino.
Bueno será que hagamos tolderías frescas para esos senderos y visiones hermosas: sombra y motivos de alegría.
E hizo los sauces que bendicen con sus brazos inclinados; los álamos larguísimos, que proyectan sombra hasta muy lejos, y las rosas de guías trepadoras, gala de las pardas murallas.
Eran los rosales por aquel tiempo pomposos y abarcadores; el cultivo, y la reproducción repetida hasta lo infinito, han atrofiado la antigua exuberancia.
Y los mercaderes, y los peregrinos, sonrieron cuando los álamos, como un desfile de vírgenes, los miraron pasar, y cuando sacudieron el polvo de sus sandalias bajo los frescos sauces.
Su sonrisa fue emoción al descubrir el tapiz verde de las murallas, regado de manchas rojas, blancas y amarillas, que eran como una carne perfumada. Las bestias mismas relincharon de placer. Eleváronse de los caminos, rompiendo la paz del campo, cantos de un extraño misticismo por el prodigio.
Pero sucedió que el hombre, esta vez como siempre, abusó de las cosas puestas para su alegría y confiadas a su amor.
La altura defendió a los álamos; las ramas lacias del sauce no tenían atractivo; en cambio, las rosas si que lo tenían, olorosas como un frasco oriental e indefensas como una niña en la montaña.
Al mes de vida en los caminos, los rosales estaban bárbaramente mutilados y con tres o cuatro rosas heridas.
Las rosas eran mujeres, y no callaron su martirio. La queja fue llevada al Señor. Así hablaron temblando de ira y más rojas que su hermana, la amapola:
—Ingratos son los hombres, Señor; no merecen tus gracias. De tus manos salimos hace poco tiempo, íntegras y bellas; henos ya mutiladas y míseras.
Quisimos ser gratas al hombre y para ello realizábamos prodigios: abríamos la corola ampliamente, para dar más aroma: fatigábamos los tallos a fuerza de chuparles savia para estar fresquísimas. Nuestra belleza nos fue fatal.
Pasó un pastor. Nos inclinamos para ver los copos redondos que le seguían. Dijo el truhán:
-«Parecen un arrebol, y saludan, doblándose, como las reinas de los cuentos».
Y nos arrancó dos gemelas con un gran tallo.
Tras él venía un labriego. Abrió los ojos asombrados, gritando:
-«¡Prodigio! La tapia se ha vestido de percal multicolor, ni más ni menos que una vieja alegre!»
Y luego:
-«Para la Añuca y su muñeca».
Y sacó seis, de una sola guía, arrastrando la rama entera.
Pasó un viejo peregrino. Miraba de extraño modo: frente y ojos parecían dar luz.
Exclamó:
«¡Alabado sea Dios en sus criaturas cándidas! ¡Señor, para ir glorificándote en ella!»
Y se llevó nuestra más bella hermana.
Pasó un pilluelo:
«¡Qué comodidad! –dijo– ¡Flores en el caminito mismo!»
Y se alejó con una brazada, cantando por el sendero.
Señor, la vida así no es posible. En días más, las tapias quedarán como antes: nosotras habremos desaparecido.
—¿Y qué queréis?
—¡Defensa! Los hombres escudan sus huertas con púas de espino y zarzas. Algo así puedes realizar en nosotras.
Sonrió con tristeza el buen Dios, porque había querido hacer la belleza fácil y benévola, y repuso:
—¡Sea! Veo que en muchas cosas tendré que hacer lo mismo. Los hombres me harán poner en mis hechuras hostilidad y daño.
En los rosales se hincharon las cortezas y fueron formándose levantamientos agudos: las espinas.
Y el hombre, injusto siempre, ha dicho después que Dios va borrando la bondad de su creación.